de Thorstein Veblen.
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*I Introducción*
La institución de una clase ociosa se encuentra en su máximo desarrollo 
en los estadios superiores de la cultura bárbara por ejemplo, en la 
Europa feudal o el Japón feudal. En tales comunidades se observa con 
todo rigor la distinción entre las clases; y la característica de 
significación económica más saliente que hay en esas diferencias de 
clases es la distinción mantenida entre las tareas propias de cada una 
de las clases. Las clases altas están consuetudinariamente exentas o 
excluidas de las ocupaciones industriales y se reservan para 
determinadas tareas a las que se adscribe un cierto grado de honor. La 
más importante de las tareas honorables en una comunidad feudal es la 
guerra; el sacerdocio ocupa, por lo general, el segundo lugar. Si la 
comunidad bárbara no es demasiado belicosa, el oficio sacerdotal puede 
tener la preferencia, pasando entonces el de guerrero a ocupar el 
segundo lugar. En cualquier caso, con pocas excepciones, la regla es que 
los miembros de las clases superiores -tanto guerreros como sacerdotes 
-estén exentos de tareas industriales y que esa exención sea expresión 
económica de su superioridad de rango. La India brahmánica ofrece un 
buen ejemplo de la exención de tareas industriales que disfrutan ambas 
clases sociales.
En las comunidades que pertenecen a la cultura bárbara superior hay una 
considerable diferenciación de sub-clases dentro de lo que puede 
denominarse -en términos amplios -la clase ociosa; hay entre esas 
subclases una diferenciación paralela de ocupaciones. La clase ociosa 
comprende a las clases guerrera y sacerdotal, junto con gran parte de 
sus séquitos. Las ocupaciones de esa clase están diversificadas con 
arreglo a las subdivisiones en que se fracciona, pero todas tienen la 
característica común de no ser industriales. Esas ocupaciones no 
industriales de las clases altas pueden ser comprendidas, en términos 
generales, bajo los epígrafes de gobierno, guerra, prácticas religiosas 
y deportes.
En una etapa anterior, pero no la primera, de la barbarie, encontramos 
la clase ociosa menos diferenciada. Ni las distinciones de clase ni las 
que existen entre las diversas ocupaciones de la clase ociosa, son tan 
minuciosas ni tan intrincadas como en los estadios posteriores. Los 
isleños de la Polinesia ofrecen en términos generales un buen ejemplo de 
esta etapa, con la salvedad de que -debido a la ausencia de caza mayor 
-la profesión de cazador no ocupa en el esquema de su vida el lugar de 
honor habitual. La comunidad islandesa de la época de las sagas ofrece 
también un buen ejemplo de este tipo. En tales comunidades hay una 
distinción rigurosa entre las clases y entre las ocupaciones peculiares 
a cada una de ellas. El trabajo manual, la industria, todo lo que tenga 
relación con la tarea cotidiana de conseguir medios de vida es ocupación 
exclusiva de la clase inferior.
Esta clase inferior incluye a los esclavos y otros seres subordinados y 
generalmente comprende también a todas las mujeres. Si hay varios grados 
de aristocracia, las mujeres de rango más elevado están por lo general 
exentas de la realización de tareas industriales o por lo menos de las 
formas más vulgares de trabajo manual. En cuanto a los hombres de las 
clases superiores, no sólo están exentos de toda ocupación industrial, 
sino que una costumbre prescriptiva lo descalifica para desempeñarlas. 
La serie de tareas que tienen abiertas ante sí está rígidamente 
definida. Como en el estadio superior de que ya se ha hablado, esas 
tareas son el gobierno, la guerra, las prácticas religiosas y los 
deportes. Esas cuatro especies de actividad rigen el esquema de la vida 
de las clases elevadas y para los miembros de rango superior -los reyes 
o caudillos -son las únicas especies de actividad permitidas por el 
sentido común o la costumbre de la comunidad. Cuando el esquema está 
plenamente desarrollado, hasta los deportes son considerados como de 
dudosa legitimidad para los miembros de rango superior.
Los grados inferiores de la clase ociosa pueden desempeñar otras tareas, 
pero son tareas subsidiarias de algunas de las ocupaciones típicas de la 
clase ociosa. Tales son, por ejemplo, la manufactura y cuidado de las 
armas y equipos bélicos y las canoas de guerra, la doma, amaestramiento 
y manejo de caballos, perros, halcones, la preparación de instrumentos 
sagrados, etc. Las clases inferiores están excluidas de estas tareas 
honorables secundarias, excepto de aquellas que son de carácter 
netamente industrial y sólo de modo remoto se relacionan con las 
ocupaciones típicas de la clase ociosa.
Si retrocedemos un paso más desde esta cultura bárbara ejemplar a etapas 
inferiores de barbarie, ya no encontramos la clase ociosa en forma 
plenamente desarrollada. Pero esta barbarie inferior muestra los usos, 
motivos y circunstancias de las que ha surgido la institución de una 
clase ociosa e indica los primeros pasos de su desarrollo. Son ejemplos 
de estas fases más primitivas de la diferenciación varias tribus nómadas 
cazadoras de diversas partes del mundo. Puede tomarse como ejemplo 
adecuado cualquiera de las tribus cazadoras norteamericanas. No es 
posible afirmar que haya en esas tribus una clase ociosa definida. Hay 
una diferenciación de funciones y una distinción de clases basada en 
ella, pero la exención del trabajo de la clase superior no ha avanzado 
aún lo suficiente para que pueda serle plenamente aplicable la 
denominación de «Clase ociosa». Las tribus que se encuentran en este 
nivel económico han llevado la diferenciación económica a un punto en 
que se hace una distinción marcada entre las ocupaciones de los hombres 
y las de las mujeres y esta distinción tiene carácter valorativo 
(/invidious/) (1)
En casi todas estas tribus las mujeres están adscritas, por una 
costumbre prescriptiva, a aquellos trabajos de los que surgen, en el 
estadio siguiente, las ocupaciones industriales propiamente dichas. Los 
hombres están exentos de esas tareas vulgares y se reservan para la 
guerra, la caza, los deportes y las prácticas devotas. En esta materia 
se hace con frecuencia una discriminación rigurosa. Esta división del 
trabajo coincide con la distinción entre la clase trabajadora y la clase 
ociosa, tal como aparece en la cultura bárbara superior. Al avanzar la 
diversificación y especialización de ocupaciones, la línea divisoria así 
marcada viene a separar las ocupaciones industriales de las no 
industriales. El modelo de donde ha derivado la industria posterior no 
está constituido por las ocupaciones propias del hombre en el anterior 
estadio bárbaro. En el desarrollo posterior ese tipo sobrevive solamente 
en ocupaciones no clasificadas como industriales; guerra, política, 
deportes, ciencia y el oficio sacerdotal.
Las únicas excepciones notables son una parte de la industria pesquera y 
ciertas ocupaciones ligeras que es dudoso puedan ser calificadas como 
industria, tales como la manufactura de armas, juguetes e instrumentos 
para los deportes. Virtualmente todas las tareas industriales son una 
excrecencia de lo que en la comunidad primitiva bárbara se clasifica 
como trabajo de las mujeres. En la cultura bárbara inferior, el trabajo 
de los hombres no es menos indispensable para la vida del grupo que el 
realizado por las mujeres. Es incluso posible que el trabajo del hombre 
contribuya tanto como el de la mujer al abastecimiento de alimentos y de 
las demás cosas que necesita consumir el grupo. Tan evidente es este 
carácter «productivo» del trabajo de los hombres, que en las obras 
corrientes de economía se considera el trabajo del cazador como tipo de 
la industria primitiva. Pero no es así como opina el bárbaro. A sus 
propios ojos no es un trabajador y no ha de clasificárselo a este 
respecto junto con las mujeres; ni debe clasificarse tampoco su esfuerzo 
juntamente con el tráfago (/drudgery/) de las mujeres, como trabajo o 
industria, de modo que sea posible confundirlo con aquél. En todas las 
comunidades bárbaras hay un profundo sentido de la disparidad existente 
entre el trabajo del hombre y el de la mujer. El trabajo del hombre 
puede estar encaminado al sostenimiento del grupo, pero se estima que lo 
realiza con una excelencia y eficacia de un tipo tal que no puede 
compararse sin desdoro con la diligencia monótona de las mujeres.
Si retrocedemos un paso más atrás en la escala cultural encontramos -en 
los grupos salvajes -que la diferenciación de tareas es aún menos 
complicada y la distinción valorativa entre clases y tareas menos 
consistente y rigurosa. Es difícil encontrar ejemplos inequívocos de una 
cultura salvaje primitiva. Son pocos los grupos clasificados corno 
«salvajes» que no presentan rastros de una regresión desde un estadio 
cultural más avanzado. Pero hay grupos -algunos de los cuales no son, 
aparentemente, resultado de una regresión -que presentan, con alguna 
fidelidad, los rasgos del salvajismo primitivo. Su cultura difiere de la 
cultura de las comunidades bárbaras en la ausencia de una clase ociosa y 
en la ausencia, en gran medida, del ánimo o actitud espiritual en que 
descansa la institución de una clase ociosa. Esas comunidades de 
salvajes primitivos en las que no hay jerarquía de clases económicas no 
constituyen sino una fracción pequeña y poco importante de la raza 
humana. El mejor ejemplo de esta fase cultural lo ofrecen las tribus de 
los andamanes y todas las de los Montes Nilguiri.
El esquema de la vida de estos grupos en la época de su primer contacto 
con los europeos parece haber sido casi típico por lo que respecta a la 
ausencia de una clase ociosa. Pueden citarse otros ejemplos, los/aínos/ 
de Yezo y, aunque es más dudoso, algunos grupos bosquimanos y 
esquimales. Ciertas comunidades de indios pueblo son incluidas con menos 
seguridad, en la misma clase. Muchas de las comunidades aquí citadas, si 
no todas, pueden muy bien ser casos de degeneración de una barbarie 
superior más bien que portadoras de una cultura que no haya estado nunca 
por encima de su nivel actual, Caso de ser así, sólo por extensión 
pueden ser aceptados para nuestro actual propósito; pero pueden servir, 
a pesar de todo, como ejemplo, de la misma manera que si fuesen 
realmente poblaciones «primitivas»
Estas comunidades que no tienen una clase ociosa definida presentan 
también otras semejanzas en su estructura social y modo de vida. Son 
grupos pequeños y de estructura (arcaica) simple; son, por lo general, 
pacíficos y sedentarios; son pobres y la propiedad individual no es una 
característica dominante de su sistema económico. Pero no se sigue de 
ello que sean las comunidades más pequeñas que existen, ni que su 
estructura social sea, en todos los aspectos, la menos diferenciada, ni 
tampoco que esta clase abarque necesariamente a todas las comunidades 
primitivas que no tienen sistema definido de propiedad individual. Lo 
que sí es de notar es que esta clase de comunidades parece incluir los 
grupos pacíficos de hombres primitivos -acaso todos los grupos 
característicos pacíficos-. El rasgo común más notable de los miembros 
de tales comunidades es cierta ineficacia amable cuando se enfrentan con 
la fuerza o con el fraude.
Los datos que nos ofrecen los usos y los rasgos culturales de las 
comunidades que se hallan en un estadio bajo de desarrollo indican que 
la institución de una clase ociosa ha surgido gradualmente durante la 
transición del salvajismo primitivo a la barbarie; o dicho con más 
precisión, durante la transición de unos hábitos de vida pacíficos a 
unas costumbres belicosas.
Las condiciones necesarias al parecer para que surja una clase ociosa 
bien desarrollada son: 1) la comunidad debe tener hábitos de vida 
depredadores (guerra, caza mayor, o ambas a la vez); es decir, los 
hombres, que constituyen en estos casos la clase ociosa en proceso de 
incoación, tienen que estar habituados a infligir daños por la fuerza y 
mediante estratagemas; 2) tiene que haber posibilidades de conseguir 
medios de subsistencia suficientemente grandes para permitir que una 
parte considerable de la comunidad pueda estar exenta de dedicarse, de 
modo habitual, al trabajo rutinario. La institución de una clase ociosa 
es la excrecencia de una discriminación entre tareas, con arreglo a la 
cual algunas de ellas son dignas y otras indignas. Bajo esta antigua 
distinción son tareas dignas aquellas que pueden ser clasificadas como 
hazañas; indignas, las ocupaciones de vida cotidiana en que no entra 
ningún elemento apreciable de proeza.
Esta distinción tiene escaso significado en una comunidad industrial 
moderna y ha recibido, en consecuencia, poca atención por parte de los 
economistas. Vista a la luz de ese sentido común moderno que preside los 
estudios de economía, parece meramente formal y no sustancial. Pero 
persiste con gran tenacidad como lugar común preconcebido incluso en la 
vida moderna, como se ve, por ejemplo, en la aversión por las 
ocupaciones serviles. Es una distinción de tipo personal, de 
superioridad e inferioridad. En los estadios culturales primitivos en 
los que la fuerza del individuo contaba de modo más inmediato y evidente 
en la modelación del curso de los acontecimientos, la hazaña tenía un 
gran valor en el esquema general de la vida cotidiana. El interés se 
centraba en mayor grado alrededor de este hecho. En consecuencia, una 
distinción basada en estos fundamentos parecía más imperativa y 
definitiva entonces que hoy. Por ello, en cuanto hecho que forma parte 
de la secuencia del desarrollo, la distinción es sustancial y descansa 
en bases suficientemente válidas y poderosas.
El fundamento en que se basa habitualmente cualquier discriminación 
entre hechos cambia con el interés que determina el modo de considerar 
esos hechos. Son sobresalientes y sustanciales los hechos iluminados por 
el interés dominante en la época. Cualquier base de distinción 
resultará, en apariencia, sin importancia para quienquiera que 
habitualmente considere los hechos de que se trate desde un punto de 
vista distinto y los evalúe para una finalidad diferente. El hábito de 
distinguir y clasificar los diversos fines y direcciones de actividad 
prevalece necesariamente siempre y en todas partes, porque es 
indispensable para elaborar una teoría o esquema general de la vida que 
sea útil en la práctica.
El punto de vista particular o la especial característica que se toma 
como definitiva en la clasificación de los hechos de la vida depende del 
interés en consideración al cual se trata de hacer la discriminación de 
los hechos. Por consiguiente, los fundamentos de la discriminación y las 
formas de procedimiento para hacer la clasificación cambian según avanza 
el desarrollo de la cultura, porque cambia también la finalidad en 
gracia a la cual son aprehendidos los hechos de la vida y, en 
consecuencia, el punto de vista adoptado. Así, las características que 
se reconocen como sobresalientes y decisivas de una serie de actividades 
o de una clase social en un estadio de cultura no conservarán la misma 
importancia relativa para los propósitos de la clasificación en ningún 
estadio subsiguiente.
Pero el cambio de tipos y punto de vista es gradual y rara vez produce 
la subversión o la supresión total de un punto de vista que ha sido 
aceptado en un momento dado. De ordinario, se hace una distinción entre 
ocupaciones industriales y no industriales, y esta distinción moderna es 
una forma trasmutada de la distinción bárbara entre hazaña y tráfago. El 
juicio popular siente como intrínsecamente distintas tareas como la 
guerra, la política, el culto y las diversiones públicas, de un lado, y 
el trabajo relacionado con la elaboración u obtención de los medios 
materiales de vida, de otro. La línea de demarcación no es la misma que 
existía en el esquema bárbaro, pero la distinción fundamental no ha 
caído en desuso.
En efecto, la distinción tácita -de sentido común -hoy practicada 
consiste en que sólo debe considerarse como industrial un esfuerzo cuya 
finalidad última sea la utilización de algo no humano. No se cree, por 
ejemplo, que la utilización coactiva del hombre por el hombre sea 
función industrial, pero se clasifica como actividad industrial todo 
esfuerzo encaminado a elevar la vida humana aprovechando el medio 
ambiente no humano. Los economistas que mejor han conservado y adaptado 
la tradición clásica postulan generalmente el «poder del hombre sobre la 
naturaleza» como hecho característico de la productividad industrial. 
Este poder industrial sobre la naturaleza incluye el poder del hombre 
sobre las bestias y sobre todas las fuerzas elementales. De este modo se 
traza una línea entre la humanidad y el resto de la creación.
En otros tiempos y entre los hombres imbuidos de prejuicios de tipo 
diferente, la línea no se dibuja con tanta precisión como hoy. En la 
concepción de la vida salvaje o bárbara, la línea divisoria se traza en 
sitio distinto y de modo diferente. En todas las comunidades que se 
encuentran en el estadio del salvajismo hay un sentido alerta y 
penetrante de la antítesis entre dos grupos de fenómenos, en uno de los 
cuales se incluye a sí mismo el bárbaro, en tanto que en el otro coloca 
sus medios de vida. Se siente que hay una antítesis entre los fenómenos 
económicos y los no económicos, pero no se concibe a la manera moderna; 
no es una antítesis entre el hombre y el resto de la creación, sino 
entre las cosas animadas y las inertes.
Puede que sea un exceso de precaución explicar hoy que la noción bárbara 
que se intenta expresar aquí con el término «animado» no abarca todas 
las cosas vivas y comprende, en cambio, muchas que no lo son. Fenómenos 
naturales impresionantes, tales como una tormenta, una enfermedad, una 
catarata, son considerados como «animados», en tanto que las frutas y 
las hierbas e incluso animales poco notorios como moscas, gusanos, 
turones, ovejas, etc., no son aprehendidos de ordinario como animados, 
excepto cuando se los considera en colectividad. Tal como aquí se 
emplea, el término no implica necesariamente que more en esas cosas un 
alma o espíritu. El concepto incluye aquellas cosas que el animista 
salvaje o bárbaro aprehende como formidables en virtud de un hábito real 
o imputado de iniciar acciones.
Esta categoría comprende un gran número de objetos y fenómenos 
naturales. Tal distinción entre lo inerte y lo activo persiste aún en 
los hábitos mentales de personas irreflexivas y afecta todavía 
profundamente la teoría dominante de la vida humana y de los procesos 
naturales; pero no penetra nuestra vida cotidiana con la extensión o 
consecuencias prácticas de gran alcance, visibles en los estadios 
anteriores de cultura y creencias.
Para la mente del bárbaro la elaboración y utilización de lo que ofrece 
la naturaleza inerte es una actividad que se encuentra en un plano 
totalmente distinto de sus tratos con cosas y fuerzas «animadas». La 
línea de demarcación podrá ser vaga y movible, pero la distinción 
general es suficientemente real e imperativa para influir en el esquema 
bárbaro de la vida. La fantasía bárbara imputa a la clase una actividad 
dirigida a algún fin. Es este desarrollo teleológico de una actividad lo 
que constituye un objeto de fenómeno en hecho «animado». Dondequiera que 
el ingenuo salvaje o bárbaro se encuentra con una actividad que lo 
estorba, la interpreta en los únicos términos que están a su alcance 
-los términos dados inmediatamente en su conciencia de sus propios actos-.
Asimila, pues, esa actividad a la acción humana y los objetos activos al 
agente humano. Los fenómenos de este carácter -en especial aquellos 
notablemente formidables o desconcertantes -tienen que ser afrontados 
con un espíritu diferente y una habilidad de distinta especie de los 
requeridos para manejar cosas inertes. Ocuparse con éxito de tales 
fenómenos es más bien hazaña que industria. Es demostración de pureza, 
no de diligencia.
Guiada por esta discriminación ingenua entre lo inerte y lo animado, las 
actividades del grupo social primitivo tienden a dividirse en dos 
clases, que en términos modernos pueden denominarse hazaña e industria. 
La industria es el esfuerzo encaminado a crear una cosa nueva con una 
finalidad nueva que le es dada por la mano moldeadora de quien la hace 
empleando material pasivo («bruto»); mientras que la hazaña, en cuanto 
produce un resultado útil para el agente, es la conversión hacia sus 
propios fines de energías anteriormente encaminadas por otro agente a 
algún otro fin. Hablamos aún de «materia bruta» con algo de la 
concepción bárbara que da un profundo significado al término. La 
distinción entre hazaña y tráfago coincide con una diferencia entre los 
sexos. Difieren éstos no sólo en estatura y fuerza muscular, sino -acaso 
más decisivamente -en temperamento, y esta diferencia tiene que haber 
dado origen, desde tiempos muy remotos, a una división del trabajo 
correspondiente a aquélla.
La serie de actividades que en términos generales caen bajo la 
denominación de hazaña corresponden al varón como más fuerte, más 
robusto y más capaz de una tensión violenta y repentina, y más 
fácilmente inclinado a la autoafirmación, la emulación activa y la 
agresión. Las diferencias de robustez, de carácter fisiológico y de 
temperamento que hay entre los miembros del grupo primitivo pueden ser 
pequeñas; de hecho, en algunas de las comunidades más arcaicas que 
-conocemos como por ejemplo, las tribus de los andamanes-, parecen ser 
relativamente pequeñas y sin importancia. Pero en cuanto ha comenzado 
una diferenciación de funciones basada en las líneas marcadas por esta 
diferencia de físico y de ánimo, se amplía la diferencia originaria de 
sexos. Se produce entonces un proceso acumulativo de adaptación 
selectiva a la nueva distribución de tareas, especialmente si el hábitat 
o la fauna con que el grupo está en contacto son de un tipo que exige el 
ejercicio de las virtudes más vigorosas. La persecución habitual de la 
caza mayor exige un empleo frecuente de las cualidades viriles de 
robustez, agilidad y ferocidad y, por tanto, difícilmente puede dejar de 
apresurar y ensanchar la diferencia de funciones entre los sexos. Y en 
cuanto el grupo entra en contacto hostil con otros grupos, la 
divergencia de función adoptará la forma desarrollada de una distinción 
entre lo que es hazaña y lo que es industria.
En tal grupo depredador de cazadores, la lucha y la caza vienen a 
constituir el oficio de los hombres físicamente aptos. Las mujeres hacen 
el resto del trabajo que hay que realizar -los demás miembros del grupo 
que no son aptos para llevar a cabo el trabajo propio de los hombres son 
clasificados a este propósito con las mujeres-. Ahora bien, la lucha y 
la caza a que se dedican los hombres son dos tareas que tienen el mismo 
carácter general. Ambas son de naturaleza depredadora; tanto el guerrero 
como el cazador cosechan donde no han sembrado. Su demostración agresiva 
de fuerza y sagacidad difiere evidentemente de la asidua y rutinaria 
transformación de materiales que realizan las mujeres; no puede 
calificarse de trabajo productivo sino más bien de adquisición de 
sustancias por captura. Siendo ésta el trabajo del hombre bárbaro en su 
forma más desarrollada y más diferenciada del trabajo de las mujeres, 
todo esfuerzo que no implique una proeza visible viene a ser indigno del 
varón.
Conforme va ganando consistencia la tradición, el sentido corriente de 
la comunidad le exige un canon de conducta, de tal modo que en ese 
estadio cultural para el hombre que se respete no es moralmente posible 
ninguna tarea ni adquisición que no tenga por base una proeza -fuerza o 
fraude-. Cuando mediante una muy prolongada costumbre se consolidan en 
el grupo unos hábitos de vida depredadores, la matanza y destrucción de 
los competidores en la lucha por la existencia que tratan de resistirlo 
o burlarlo, el domeñar y reducir a subordinación aquellas fuerzas 
extrañas que no se presentan en el medio como refractarias a su voluntad 
se convierten en el oficio acreditado del hombre cabal dentro de la 
economía social. Esta distinción teórica entre la hazaña y el tráfago 
está tan tenaz y escrupulosamente arraigada en muchas tribus cazadoras, 
que el hombre no puede llevar al hogar la caza que ha matado, sino que 
tiene que enviar a su mujer para que realice esa tarea inferior.
Como ya se ha indicado, la distinción entre hazaña y tráfago es una 
distinción entre ocupaciones que tiene carácter valorativo. Aquellas 
ocupaciones clasificadas como proezas son dignas, honorables y nobles; 
las que no contienen ese elemento de hazaña y especialmente aquellas que 
implican servidumbre o sumisión son indignas, degradantes e innobles. 
Los conceptos de dignidad, valor u honor, aplicados a las personas o a 
las conductas, tienen una importancia de primer orden en el desarrollo 
de las clases y las distinciones de clase y es, por tanto, necesario 
decir algo acerca de su origen y significado. Su base psicológica puede 
ser expuesta esquemáticamente como sigue: Por necesidad selectiva el 
hombre es un agente. Es, a su propio juicio, un centro que desarrolla 
una actividad impulsora -actividad «teológica»-.
Es un agente que busca en cada acto la realización de algún fin 
concreto, objetivo e impersonal. Por el hecho de ser tal agente tiene 
gusto por el trabajo eficaz y disgusto por el esfuerzo fútil. Tiene un 
sentido del mérito de la utilidad (/serviceability/) o eficiencia y del 
demérito de lo fútil, el despilfarro o la incapacidad. Se puede 
denominar a esta actividad o propensión «instinto del trabajo eficaz» 
(/instinct of workmanship/) (2). Donde quiera que las circunstancias o 
tradiciones de la vida llevan a una comparación habitual de una persona 
con otra en punto a eficacia, el instinto del trabajo eficaz tiende a 
crear una comparación valorativa o denigrante. La medida en que se 
produzca este resultado depende, en gran parte, del temperamento de la 
población.
En toda comunidad en donde se hacen habitualmente tales comparaciones 
valorativas, el éxito patente se convierte en un fin buscado por su 
propia utilidad como base de estimación. Se consigue la estima y se 
evita el desdoro poniendo de manifiesto la propia utilidad, El resultado 
es que el instinto del trabajo eficaz se exterioriza en una demostración 
de fuerza que tiene sentido emulativo. Durante aquella fase primitiva de 
desarrollo social en que la comunidad es aún habitualmente pacífica, 
acaso sedentaria, y no tiene un sistema desarrollado de propiedad 
individual, la eficiencia del individuo se demuestra de modo especial y 
más consistente en alguna tarea que impulse la vida del grupo. La 
emulación de tipo económico que se produzca en tal grupo será, sobre 
todo, emulación en el terreno de la utilidad industrial. A la vez, el 
incentivo que impulsa a la emulación no es fuerte ni su alcance grande.
Cuando la comunidad pasa del salvajismo pacífico a una fase de vida 
depredadora, cambian las condiciones de la emulación. Aumenta el alcance 
y la urgencia de las oportunidades y los incentivos de la emulación. La 
actividad de los hombres toma cada vez más el carácter de hazaña; y se 
hace cada vez más fácil y habitual la comparación valorativa de un 
cazador o guerrero con otro. Los trofeos -prueba tangible de las proezas 
-encuentran un lugar en los hábitos mentales de los hombres como 
accesorios que adornan la vida. El botín, los trofeos de la caza o de la 
/razzia/ pasan a ser considerados como demostración de fuerza 
preeminente. La agresión se convierte en forma acreditada de acción y el 
botín sirve -/prima facie/ -como prueba de una agresión afortunada. En 
este estadio cultural la forma acreditada y digna de autoafirmación es 
la lucha; y los objetos o servicios útiles obtenidos por captura o 
coacción sirven de prueba convencional de que la lucha ha tenido un 
desenlace feliz. Como consecuencia de ello -y por contraste -la 
obtención de cosas por medios distintos a la captura viene a ser 
considerada como indigna de un hombre en su mejor condición. Por la 
misma razón la práctica del trabajo productivo o la ocupación en 
servicios personales caen bajo la misma odiosidad. Surge de este modo 
una distinción denigrante entre la hazaña y la adquisición por captura, 
de un lado, y el trabajo industrial, de otro. El trabajo se hace tedioso 
por virtud de la indignidad que se le imputa.
Para el bárbaro primitivo -antes de que esa noción simple haya sido 
oscurecida por sus propias ramificaciones y por el desarrollo secundario 
de ideas con ella emparentadas- «honorable» parece no comportar otra 
cosa sino una afirmación de superioridad de fuerzas. «Honorable» es 
«formidable»; «digno» es «prepotente». Un acto honorífico no es, en 
último término, otra cosa sino un acto de agresión de éxito reconocido; 
allí donde la agresión implica lucha con hombres o con bestias, la 
actividad que implica la demostración de una mano fuerte se convierte en 
honorable de modo especial y primordial. El hábito ingenuo y arcaico de 
interpretar todas las manifestaciones de fuerza en términos de 
personalidad o «fuerza de voluntad» robustece en gran medida esta 
exaltación convencional de la mano fuerte.
Los epítetos honoríficos, tan comunes entre las tribus bárbaras como 
entre los pueblos de cultura elevada, llevan comúnmente el cuño de este 
sentido ingenuo del honor. Los epítetos y títulos usados para dirigirse 
a los caudillos y para propiciarse la voluntad de los dioses y reyes 
imputan con frecuencia a los destinatarios una propensión a la violencia 
avasalladora y una fuerza devastadora irresistible.
En algún sentido esto es también cierto de las comunidades más 
civilizadas de hoy día. La predilección mostrada en las divisas 
heráldicas por las bestias más rapaces y las aves de presa refuerza la 
misma opinión. Con esta apreciación que hace el sentido común bárbaro de 
la dignidad o el honor, disponer de las vidas -matar competidores 
formidables, sean brutos o seres humanos -es honorable en el mayor 
grado. Y este alto oficio del autor de la matanza, expresión de la 
prepotencia del matador, arroja sobre todo acto de matanza y sobre todos 
los instrumentos y accesorios del mismo una aureola mágica de dignidad. 
Las armas son honorables y su uso, aunque sea para perseguir a las 
criaturas más miserables de los campos, se convierte en un empleo 
honorífico. Paralelamente la ocupación industrial pasa a ser odiosa y, 
en la apreciación común, el manejo de herramientas y útiles industriales 
resulta inferior a la dignidad de los hombres cabales. El trabajo se 
hace tedioso.
Se supone aquí que, en la secuencia de la evolución cultural, los grupos 
humanos primitivos han pasado de una etapa inicial pacífica a otro 
estadio subsiguiente en el que la lucha es la ocupación reconocida y 
característica del grupo. Pero ello no implica que haya habido una 
transición brusca de la paz y buena voluntad inquebrantadas a una fase 
de vida, posterior o superior, en la cual aparece por primera vez el 
combate. Tampoco implica que con la transición a la fase cultural 
depredadora desaparezca toda industria pacífica. Es seguro que en todo 
estadio temprano del desarrollo social hubo de producirse alguna lucha. 
Tuvieron que presentarse, con mayor o menor frecuencia, luchas motivadas 
por la competencia sexual. Los hábitos conocidos de los grupos 
primitivos, lo mismo que los de los antropoides y el testimonio de los 
impulsos de la naturaleza humana sirven como refuerzo a esta opinión.
Puede, por tanto, objetarse que no es posible que haya existido un 
estadio inicial de vida pacífica como el aquí supuesto. No hay en la 
evolución cultural un punto antes del cual no se produzcan luchas. Pero 
el punto que se debate no es la existencia de luchas, ocasionales o 
esporádicas, ni si- quiera su mayor o menor frecuencia y habitualidad. 
Es el de si se produce una disposición mental habitualmente belicosa -un 
hábito de juzgar de modo predominante los hechos y acontecimientos desde 
el punto de vista de la lucha-. La fase cultural depredadora se alcanza 
sólo cuando la actitud depredadora se ha convertido en la actitud 
espiritual habitual y acreditada de los miembros del grupo; cuando el 
combate ha pasado a ser la nota dominante de la teoría normal de la 
vida; cuando, finalmente, la apreciación vulgar de los hombres y las 
cosas ha llegado a ser una apreciación orientada hacia la lucha.
La diferencia sustancial entre la fase cultural pacífica y la 
depredadora es, por tanto, una diferencia espiritual, no mecánica. El 
cambio de actitud espiritual es el resultado de un cambio en los hechos 
materiales de la vida del grupo y se advierte, de modo gradual, conforme 
se van produciendo las circunstancias materiales favorables a una 
actitud depredadora. El límite inferior de la cultura depredadora es un 
límite industrial. La depredación no puede llegar a ser el recurso 
convencional, habitual de ningún grupo o clase hasta que el desarrollo 
de los métodos industriales haya alcanzado un grado tal de eficacia que, 
por encima de la subsistencia de quienes se ocupan de conseguir los 
medios para ella, quede un margen por el que merezca la pena luchar. La 
transición de la paz a la depredación depende, pues, del desarrollo de 
los conocimientos técnicos y del uso de herramientas. En consecuencia, 
en las épocas primitivas, mientras no se hayan desarrollado las armas 
hasta el punto de hacer del hombre un animal formidable, imposible una 
cultura depredadora.
Naturalmente, el desarrollo primero de las herramientas y las armas es 
el mismo hecho, sólo que contemplado desde puntos de vista diferentes. 
Se puede caracterizar como pacífica la vida de un grupo dado mientras el 
recurso habitual al combate no grupo haya colocado la lucha en el primer 
plano de los pensamientos cotidianos del hombre como rasgo dominante de 
su vida. Es evidente que un grupo puede llegar a un grado mayor o menor 
de plenitud de esa actitud depredadora, en tal forma que su esquema 
general de vida y sus cánones de conducta puedan estar regidos en mayor 
o menor extensión por el ánimo depredador. Se concibe, pues, que la fase 
cultural depredadora adviene gradualmente, a través de un desarrollo de 
actitudes, hábitos y tradiciones depredadoras producidas por 
acumulación, y que este desarrollo se debe a que las circunstancias de 
la vida del grupo sufren un cambio de un tipo adecuado para desarrollar 
y conservar aquellos rasgos de conducta que favorecen más bien una vida 
depredadora que una existencia pacífica.
Las pruebas de la hipótesis de que ha habido tal estadio pacífico en la 
cultura primitiva derivan en gran parte de la psicología más bien que de 
la etnología y no pueden ser detalladas aquí. Se aducen parcialmente en 
un capítulo posterior en el que se estudia la supervivencia de rasgos 
arcaicos de la naturaleza humana en la cultura moderna.
Thorstein Veblen
1899
notas:
1) Utilizo la palabra «valorativo», aquí y en el resto de la obra, para 
traducir el término inglés /invidious/ empleado por Veblen. Ese 
calificativo significa de ordinario denigrante, envidioso u odioso. Pero 
como explica más adelante el autor, le da un sentido distinto: «Se 
emplea el término en sentido técnico, para describir una comparación de 
personas con objeto de escalonarlas y graduarlas con respecto a la valía 
o valor relativos de cada una de ellas en sentido estético o moral y 
conceder, y definir así los grados relativos de agrado con que pueden 
ser legítimamente contempladas por sí mismas y por las demás. Una 
comparación valorativa (/invidious/) es un proceso de valoración de las 
personas con respecto a su valía»
2) Véase la nota sobre terminología, p. 11[T.]
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