[pensamientoautonomo] (análisis) Las huelgas que cuentan que…

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Autor: esceptikuz
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Para: Pensamiento Autonomo
Asunto: [pensamientoautonomo] (análisis) Las huelgas que cuentan que ganamos

*Las huelgas que cuentan que ganamos*

*Miguel Amorós*

/«Las victorias sobre los bárbaros reclaman himnos, las victorias sobre
los griegos, lamentos.»/ (Gorgias)

¿Las huelgas generales que han sucedido desde aquel socorrido 14-D en
España y en toda Europa hasta el diciembre francés del 95, forman parte
de una revuelta contra la mundialización o son la prueba palmaria de la
evaporación -virtualización diríamos ahora- de la lucha de clases? Antes
de responder a la pregunta señalaríamos un hecho que nos llama la
atención: la total normalidad del día siguiente. Pareció con las huelgas
como con las meigas, que ya no se las ve por ningún sitio pero, de
haberlas habido, húbolas. Ni discusiones, ni nuevos procesos
organizativos, ni luchas que las prolonguen, que muestren una progresión
en la conciencia de sus protagonistas.

Por eso, nos inclinamos a pensar que no son verdaderas huelgas, o bien
que han acabado no siéndolo, que ya no ocurren huelgas auténticas, de
las de antes. La pregunta es otra: ¿Cómo pueden existir huelgas obreras
en la actualidad si la clase obrera no existe, si los obreros no existen
en tanto que clase social específica? Quienes tratan de explicar el
presente con conceptos solamente aplicables a la realidad anterior
militan por la confusión y benefician al mantenimiento del orden.
Alguien se acordará de los modos espontáneos y autónomos de los
movimientos de base, de algún radicalismo, de alguna asamblea... pero
todo ello carece de importancia, permanece en el terreno laboral, en el
coto de los sindicatos, necesariamente se autolimita y entra en
competencia desigual con ellos hasta degenerar en otro sindicato más o
desaparecer.

La ilusión de un movimiento obrero de verdad, al margen de las centrales
sindicales, ya sólo son capaces de crearla las propias centrales, en
tanto que maniobra de diversión específica y nada infrecuente. Hoy en
día, la condición de asalariado es general y, en ese sentido, casi todo
el mundo es obrero, explotado, dirigido, desposeído o contaminado, pero
eso no significa que forme parte de un sujeto histórico o de una clase,
que tenga una predisposición particular a la revolución, una misión
histórica determinada o un destino. Sólo es uno de esos que «puede
votar, pero no elegir», al decir de J. Estefanía (alto ejecutivo de El
País). Queda, eso sí, una clase residual, ligada a la antigua producción
industrial, es decir, al periodo capitalista precedente, en franco
proceso de jubilación. Esa que todavía nos enseñan en los patéticos
desfiles del Primero de Mayo cantando La Internacional. En fin, una
antigualla de antes de la mundialización.

«Nada es tan sintomático de la decadencia del movimiento obrero como que
el propio obrero no tome nota de ella» (Adorno). Cuando hablamos de
proletariado nos referimos a esa masa heteróclita de gentes -obreros,
funcionarios, empleados, clases medias en declive, cuadros, jubilados,
parados, asistidos, jóvenes, etc.- donde se yuxtaponen intereses
materiales divergentes y cuyo único nexo común es el de depender de un
salario o un subsidio. El desarrollo del capitalismo ha alterado tanto
la estructura social proletaria que la masa asalariada ha dejado de ser
un agente de la transformación histórica. En efecto, tal aglomerado
social no puede ser la negación del capitalismo.

Se halla en la misma situación del campesinado que Marx describe en El
18 Brumario: son una masa enorme de población cuyos miembros viven
prácticamente de la misma forma, pero sin estar unidos mediante el
establecimiento de múltiples interrelaciones. Su trabajo y el
espectáculo moderno les aíslan entre sí, en lugar de conducirles hacia
relaciones recíprocas. La explotación actual del trabajo no permite
ninguna variedad de talentos, ninguna riqueza de relaciones sociales.
Viven en condiciones materiales que separan a los unos de los otros, y
si nos atenemos al género de vida, en ese sentido son una clase. Pero no
lo son en la medida que no existe entre ellos ningún lazo social, en la
medida que la proximidad de sus intereses no crea entre ellos ninguna
comunidad, ni menos una organización específica.

Así no pueden defender sus supuestos intereses de clase, no pueden
representarse a sí mismos y han de ser representados por una clase
burocrática exterior. De ella salen sus jefes, de quienes se supone que
están obligados a proteger sus intereses y a decidir lo que les
conviene. La influencia política de los asalariados encuentra su última
expresión en la subordinación de la sociedad a los políticos, o sea, al
poder ejecutivo estatal, al Estado. La moderna condición proletaria, por
su propia naturaleza, sirve de base a la burocracia que opera desde el
Estado, al partido del Estado, y hace de los asalariados un elemento
conservador, un agente del orden. Sus remedos de lucha son solamente
asunto privado y no representan al interés general de la acción. Son
nada más que nulidad política y aburrimiento porque la clase obrera ya
no existe en oposición al sistema dominante, sino que forma parte de él.
La parte prescindible.

Según los manuales, la mundialización es «aquella etapa del capitalismo
en la cual las economías nacionales se integran de modo progresivo en el
marco de la economía internacional, de modo que su evolución dependerá
cada vez más de los mercados internacionales y menos de las políticas
económicas gubernamentales». De entrada fue precedida de una
reestructuración generalizada de la industria -la «reconversión» de los
ochenta- y acompañada de una automatización no menos general del proceso
productivo, con el resultado de la eliminación de una gran parte de los
puestos de trabajo y la expulsión de la mayoría de los trabajadores
hacia la periferia de la producción o directamente hacia el paro. La
mundialización no ha visto erigirse ante sí a un proletariado
internacional que se enfrenta al Capital en un terreno más amplio: en
todo el mundo.

Cabe preguntarse cómo todo ello pudo imponerse con tan poca oposición
social y cómo pudo despertar tan pocos comentarios y rumores. Habría que
hablar de la degradación de la conciencia consecuente a la incapacidad
del proletariado en hacer su revolución, del fracaso de sus asaltos
contra la sociedad de clases y del buen hacer de las clases dominantes,
las cuales han sabido ir preparando las condiciones laborales, es decir,
empeorándolas, jugando con pequeños privilegios políticos y sindicales
sin levantar oposiciones insuperables. De una forma u otra, el
proletariado se está disolviendo en una masa informe, sin derechos y
malpagada, de subempleados, temporeros y parados, simple servicio
doméstico de la producción, ejército de reserva del trabajo contra sí
misma.

Además, las máquinas, diseñadas por expertos, escapan al control de los
trabajadores, así que los paros alteran cada vez menos una producción
inservible e inabordable; podemos decir que esto es el fin del
proletariado, que el proletariado ha muerto. Y ha nacido una clase de
criados «cuya única ocupación es servir sin objeto especial a la persona
de su amo y poner así de manifiesto la capacidad de éste de consumir
improductivamente una gran cantidad de servicios» (Thorstein Veblen).
Los asalariados actuales son incapaces, por su situación, de crear un
movimiento autónomo organizado, y los viejos obreros y funcionarios sólo
se implicarían en un movimiento corporativo. Pero, alguien dirá que ha
habido realmente huelgas generales. Pues no; se trataba simplemente de
demostraciones de la capacidad de control de los aparatos sindicales que
ocurrían porque el proceso de homogeneización laboral se hacía
unilateralmente y en él resultaban afectadas algunas de sus prerrogativas.

El capital y el trabajo asalariado son sólo dos aspectos de la misma
relación social y uno crece en la medida que lo haga el otro. Pero el
aumento del trabajo no significa necesariamente aumento del número de
trabajadores. Gracias al desarrollo tecnológico autónomo, la demanda de
trabajo no se corresponde en absoluto con la demanda de obreros. «Para
el capital el trabajador no es condición alguna de la producción, sino
que sólo lo es el trabajo. Si puede cumplirlo por medio de máquinas o
simplemelnte por medio del agua o del aire tanto mejor» (Marx).

La vieja reivindicación revolucionaria de la abolición del trabajo se
realiza contra los trabajadores. La sociedad capitalista se fundaba en
la explotación del trabajo asalariado y trabajo que no hagan las
máquinas es lo que va desapareciendo de escena a marchas forzadas. Tanto
que desde el poder se habla de repartir el que queda. Desde los asesores
de Clinton al sector critico de CCOO, el tema consiste en reducir la
jornada, trabajar a tiempo parcial, inventar empleos que no se
necesitan, trabajar por periodos alternados, recurrir a la retribución
variable, etc. Medidas que tratan de disimular el hecho de que el futuro
supone la casi extinción del trabajo asalariado y eso, en las
condiciones existentes, significa la pauperización a corto plazo de la
mayoría de la humanidad.

Toda una subclase urbana ha aparecido, almacenada en guetos, compuesta
por quienes no son aptos para integrarse en el mercado, los excluidos,
los marginados, los verdaderamente pobres, rechazados y forzados a
permanecer en la periferia de la economía y en el centro de la
abundancia. Son una masa de ensayo de otros tipos de economía y de
política destinados a rentabilizar la miseria, puesto que la miseria ha
venido para quedarse. Por primera vez en la historia, los poderosos no
necesitan de grandes masas obreras. Las masas sobran. Son superfluas
para el mercado. Por otro lado el trabajo es el único valor de la
sociedad moderna, que es una sociedad de trabajadores. La sociedad
desconoce otro tipo de actividades más elevadas y significativas por
cuya causa mereciera liberarse del trabajo y no queda ya ningún grupo
social portador de otros valores, a partir del cual pudieran restaurarse
las demás capacidades hu-manas.«Nos enfrentamos con la perspectiva de
una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, Sin la única
actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor» (Hannah
Arendt).

El punto más débil del marxismo fue la identificación del desarrollo de
la economía con la revolución proletaria. Con la automatización de la
producción las fuerzas productivas principales son las máquinas; de
pronto, el proletariado se revela como clase innecesaria. Es cada vez
menos Capital. Las fuerzas productivas y el modo de producción dejan de
estar en conflicto. Todo lo que sale de la fábrica no es producto del
trabajo colectivo de gran número de obreros; nadie puede decir: «Esto lo
hemos hecho nosotros, por lo tanto es nuestro». La producción pierde su
carácter social. Entonces desaparece el conflicto que residía en el seno
de la sociedad, entre producción social y apropiación capitalista, no se
corresponde con el antagonismo entre trabajadores y patronos, es decir,
ya no adopta la forma de la lucha de clases. Por lo tanto, el
«socialismo», sea lo que sea, ha dejado de ser «el producto necesario de
la lucha de clases formada históricamente» (Engels). No existe ni
existirá una crisis fruto de aquel conflicto, que proporcione un marco
de actuación a una clase obrera cada vez más difuminada, la cual,
empujada por la necesidad histórica objetiva, haga su revolución y
emancipe a la sociedad de sus servidumbres.

Con la mundialización de la economía, los poderes económicos
transnacionales que dirigen el mercado go-biernan, y el gobierno,
gestiona. Fin de la política -no hay más política que la economía- y fin
del Estado nacional, de los aranceles, de la moneda nacional. Con ello
no afirmamos que anteriormente política y economía fuesen realidades
separadas e independientes. Desde los tiempos keynesianos de la
postguerra, Estado y Capital habían actuado en simbiosis, apoyándose en
la existencia de mercados nacionales de trabajo y en capitalismos
nacionales protegidos. Esa fusión, auxiliada por el sindicalismo y los
partidos obreristas, se conformó como «Estado del bienestar», «corazón
de la civilización europea moderna», si prestamos oídos al periodista de
Le Monde, Ignacio Ramonet: la jubilación, el seguro de enfermedad, el de
paro, el derecho a la educación, los derechos laborales, etc.

Y es este corazón el que la mundialización quiere arrancar instaurando
un mercado internacional del trabajo y exigiendo un Estado barato, que
es lo mismo que decir un Estado mínimo. Incluso en cuestiones de orden
se confiará más en la policía privada. Así que ante ese moderno
anarquismo capitalista no es de extrañar que quienes sacaban su poder
del Estado -los políticos, los sindicalistas u otros intermediarios,
como los ecologistas o las ONGs- o conservaban un estatus laboral menos
deteriorado gracias a sus leyes -los funcionarios o la vieja clase
obrera en liquidación, es decir, los pensionistas- les haya entrado una
añoranza estatista profunda y defiendan si no un retorno a las idílicas
condiciones de consumo y disfrute de poder del periodo anterior del
capitalismo, el periodo nacionalista, sí una mundialización que respete,
mediante la transacción con un Estado del cual son clientela y que no
desean reducido, lo esencial de esas mismas condiciones.

Pero la función del Estado moderno es la de defender las condiciones
exteriores del modo capitalista de producción precisamente contra los
atentados de los obreros y no la de proteger a los obreros contra los
atentados del modo de producción capitalista. Esta, digamos,
aristocracia obrera se sienta, como aquel que dice, en dos sillas. Son a
la vez, obreros y accionistas minoritarios. Trabajan y combaten la
desvalorización de su único «capital». Sus intereses son particulares,
distintos de los del resto de desposeídos y por eso su lucha -la lucha
sindical, y su obtuso estatismo- no puede ser la lucha de todos. Si se
manifiesta con contundencia puede ser tomada en serio por el resto de
asalariados, pero ¿por qué se detiene en los momentos culminantes? ¿Por
qué se imponen los sórdidos argumentos de la supervivencia? Preguntas
que se contestarían con otra: ¿Qué harían si venciesen? Si no saben o no
quieren responder, mejor negociar y distraerse con simulacros de
combate, y al final, contentarse con lo que echen.

Uno de los aspectos de cualquier huelga importante de antaño que más
preocupaban a los obreros conscientes era el de la información, que
organizaban con celo autónomo para contrarrestar la desinformación o el
silencio de los medios de comunicación habituales. Ahora en cambio, son
esos mismos medios los principales exegetas de la huelga y sus mejores
valedores. Su función sigue siendo la misma, la de escamotear la
realidad sirviendo un sucedáneo, pero si antes se trataba de disimular
la existencia de la lucha de clases, ahora que no hay proletariado que
valga, se trata de disimular su inexistencia. Si antes se montaba su
invisibilidad, ahora se prepara su espectáculo.

En las sociedades donde reinan las condiciones modernas de producción
una huelga no es huelga si no sale por la televisión. El panfleto y la
pintada ya no se llevan. La huelga general no existe sino como
espectáculo y su organización corre a cargo menos de los aparatos
sindicales que de los medios de comunicación. Ellos la convocan, ellos
la retransmiten y ellos le ponen punto final apartando las cámaras. Allí
sólo caben los actores: los líderes son realistas; los huelguistas,
responsables; las autoridades, dialogantes; las peticiones, justas; las
consignas, moderadas; los piquetes, informativos, y, por fin, los
incontrolados, lamentables. Lo ideal seria que las movilizaciones fueran
cubiertas de igual modo que, por ejemplo eventos de la realeza. Cuando
ya han conseguido sacar fuera de la realidad a toda la población, la
realidad más real es el mismo espectáculo. «Hacer la infamia más
infamante librándola a la publicidad» es hoy una consigna sin sentido,
puesto que cuando ya no se percibe lo real, nada tiene consecuencias; la
publicidad es sólo ruido. Se han perdido todas las referencias y reina
la indiferencia frente a la realidad. La comunicación no es posible sino
como acto ilegal entre ilegales, antiespectáculo.

Después de todo lo que hemos dicho, alguien se preguntará: ¿Son
legítimas entonces las luchas obreras? ¿valen la pena? Nada se podrá
objetar a que las luchas continúen, sobretodo si suprimen intermediarios
y huyen de los tratamientos mediáticos y de los procedimientos
jurídicos. Un conflicto funciona en la medida en que el sistema trata de
disimularlo o silenciarlo. El boicot de los medios de comunicación es
una garantía de efectividad y lo contrario, una prueba de inocuidad.
Pero el problema consiste en que la cuestión laboral no constituye ya el
núcleo de la cuestión social y por lo tanto, las luchas no conducen
necesariamente a su planteamiento: no se superan a sí mismas. Hay que
considerar al trabajo asalariado como un efecto nocivo, al igual que la
contaminación, la alimentación adulterada o el efecto invernadero, tan
destructor que incluso crea adicción, y toda lucha en su terreno ha de
ser, para ir al centro de la cuestión, una lucha contra él, es decir,
que ha de llevar implícita su critica y la del sistema social basado en
la condición asalariada. Ha de ser una lucha antieconómica y
antiestatal. Ha de ser un sabotaje. Como la insumisión es un sabotaje
del ejército o la ocupación es un sabotaje de la propiedad privada. El
sabotaje es la táctica de los tiempos.

Pero, ¿no han sido la semana de treinta y cinco horas o la Cumbre
Europea del Empleo consecuencia directa de las protestas obreras? Han
sido medidas políticas que no crearán ningún empleo, como no lo creó la
semana de cuarenta horas ni la contratación a tiempo parcial. Sólo
marean la perdiz. Significa que la facción estatista del partido del
orden ha triunfado en Francia y en Italia, y a ella le toca defender el
proceso de supresión del empleo fomentando la ilusión de su creación.
Esa ilusión ha sido bautizada varias veces: Mercado con Estado, Nuevo
Contrato Social, Socialismo de Mercado, etc. Pero siempre, las medidas
que se supone que nos acercaban a estas «utopías» se han materializado
en incrementos de horas extraordinarias, trabajo negro y rebajas
salariales, al son de la canción Lavorare meno per lavorare tutti.

El fin de la lucha de clases no es el fin de la historia; se da la
paradoja de una aceleración del proceso histórico llevada a cabo por
fuerzas sociales antihistóricas. La historia se ha ocultado. En menos de
dos décadas, las clases, los partidos que pretendían representarlas y el
mismo terreno social se han vuelto gaseosos. De un mismo movimiento, la
sociedad se ha hecho irrecuperable y la revuelta, invisible. Da la
impresión de que la historia se haya detenido, de que pasen cosas sin
que pase nada. Pero realmente nada sucede, todo lo que se ve es pura
representación, espectáculo, y lo que ocurre en realidad no se ve.

Puesto que la condición sine qua non de la realidad en la sociedad del
espectáculo es la clandestinidad. Las verdaderas huelgas obreras
comenzaban cuando acababan; en cambio, cuando un espectáculo acaba,
acaba del todo. Hasta que venga el siguiente. La dominación se ha puesto
a producir los típicos individuos de la sociedad de masas, aislados,
amorfos y manipulables, con un comportamiento propio de los seres en
cautividad, que conforman una mayoría resignada, unificada gracias al
espectáculo, dentro de la cual la rebelión queda anulada. Sólo hay una
manera de acabar con ella: tomar la determinación de oponerse, pensar
que cualquier cosa mejor es posible. Pero eso es una solución ante todo
individual y, al no respetar las reglas del espectáculo, criminal. En
ese sentido el rebelde se halla en una posición semejante a la que se
hallaba el disidente soviético dentro del sistema estalinista. La
solución definitiva dependerá de que muchos digan que no, pero el camino
lo tendrá que empezar uno mismo. Y «un hombre con más razón que sus
conciudadanos ya constituye una mayoría de uno» (Thoreau).

Miguel Amorós
(Barcelona)

El movimiento contra el paro en el estado español

En España, el problema de los parados fue ignorado por los sindicatos
hasta hace bien poco. Un documento de CCOO en donde se dice que «situará
en un segundo plano los incrementos salariales en 1998» es del pasado
octubre y eso que la financiación sindical procede en más de un 70% de
las cantidades que se perciben por cursos de formación, destinados
principalmente a parados. Los sindicatos tienen un nivel de afiliación
también bajo, el 11%, y han perdido miles de delegados desde las pasadas
elecciones. En este país se desmanteló la estructura industrial antes de
haber acabado de construirse, y la principal tarea de los sindicatos al
formarse fue la de contener a los obreros, tarea que triplicó el número
de parados.

Las conquistas sociales, o fueron obtenidas en tiempos del franquismo
por las luchas obreras de entonces, o por su continuación natural, el
movimiento asambleario de 1976-78. Los sindicatos entrarían en escena
como mercenarios del orden establecido, ayudando a congelar los salarios
y a defender las primeras reformas laborales, las del Pacto de la
Moncloa y del Estatuto de los Trabajadores. Con las fuerzas que
dominaban el mercado del trabajo colaboraron en sucesivas reformas que
progresivamente lo desregulaban, aunque desde 1973 los costes salariales
crecían a un ritmo menor que la productividad. Las reformas del
felipismo, la de 1984 y la de 1994, son responsables de la eclosión del
empleo precario y del paro. Ellas abrieron el camino a la contratación
temporal, al despido libre que amplió la reforma de 1997, y a la
degradación de las condiciones de vida de más de ocho millones de personas.

Y acompañaron a las reconversiones de los sectores naval, automoción,
defensa y minería, la base del sistema productivo. En Francia, como la
negociación colectiva desapareció en muchos sectores, el Estado
sustituye a las organizaciones patronales como interlocutor, y los
grandes acuerdos laborales son pactos políticos. En España, la
concertación actual se hace principalmente con los empresarios, a través
de varias mesas negociadoras, para que un punto no bloquee todos los
demás, de acuerdo con el modelo alemán, que en Francia sólo quiere la CFDT.

Dicho modelo da más peso a los burócratas intermedios, al personal que
dirige las federaciones, los que introducen en los convenios las
cláusulas de descuelgue que permiten medidas como la del aumento de la
jornada de trabajo, la vinculación de los salarios a la marcha de la
empresa, la aceptación de aumentos de salario diferidos, la
discriminación de los nuevos contratados, la recalificación y la
movilidad en el puesto, el trabajo en días de vacaciones, etc., aunque
contradigan los acuerdos nacionales y la propia ley. Resulta patético
que en plena agitación unánime por la jornada de 35 horas se compruebe
que, por cuarto año consecutivo, ha subido la jornada media anual y la
subida ha sido pactada en convenio. O que Volkswagen y Mercedes Benz
negocien con los sindicatos para trabajar en sábados. O que se dispare
el número de horas extra trabajadas, que la prolongación ilegal de
jornada sea una práctica generalizada en los sectores donde dominan las
pymes y en la construcción, y que la quinta parte de la economía
española esté sumergida.

La jornada de 35 horas es perfectamente plausible puesto que los propios
obreros la pagarán con «moderación salarial» y ritmos de trabajo más
intensos. Y, dada la desregularización irreversible del mercado laboral,
aunque no disminuya el paro, aumentará la precariedad. El hecho decisivo
es que la clase obrera sufrió en España, durante los 80, la más completa
de las derrotas, hasta el punto de desaparecer como clase. Por su parte
los sindicatos no desean lamentarse de una situación de la que son los
principales responsables y eso explica que habiendo más paro, mas
«flexibilidad» y más precariedad que en Francia, la protesta sea muy
leve. Que los asalariados no tengan confianza en sí mismos y que se
hallen desmoralizados, que no crean en su fuerza y que en realidad no
deseen luchar. Que les dé igual quien hable en su nombre y que acepten
su destino como una inevitable fatalidad.

El trabajo, en ausencia de cualquier resistencia obrera, se comporta
como otra mercancía más sometida a las leyes que regulan el movimiento
general de precios, y la tendencia general consiste en reducir su precio
hasta el límite mínimo, que no es otro que el nivel estricto de
supervivencia, aprovechando la contracción de la demanda. De esta
realidad nacen la precariedad y el paro. El parado es el trabajador en
stock. Su mala posición fluye de la domesticación de los trabajadores,
por lo que su movimiento no debe seguirles. Una alianza con el
movimiento sindical llevará al suicidio a las asambleas de parados.

Será una unión oportunista que destruirá cualquier intento de construir
un movimiento autónomo. Los sindicatos impondrán de inmediato su
programa, so pena de ruptura, y los parados cubrirán con su sostén
activo una política reaccionaria de entente con la patronal y el
gobierno que ha destrozado a la clase obrera. Políticos, sindicalistas,
empresarios, hace tiempo que escogieron entre la dictadura de la
economía y la suerte de las víctimas. Son partidarios del mercado único,
donde el capital europeo competirá con el americano o el japonés.

Los parados, prisioneros de esa política, habrán de fingir que creen que
todo el mundo quiere lo mismo, que no hay diferencia de intereses entre
nadie. Demostrarán su falta de ideas, de confianza en sí mismos, de
coraje. £n esas condiciones, el único futuro que cabe a un movimiento
como el de los parados franceses es el de servir de peón en el tablero
del juego político. Porque está obligado a soportar toda clase de
mediaciones. Porque su lucha no se dirige contra el mercado laboral,
contra las leyes que gobiernan el mundo del trabajo y de la vida. Porque
acepta que sus reivindicaciones más realistas son imposibles de
satisfacer en el marco de las relaciones sociales actuales. Como la
simple subida de los mínimos sociales. Como la de una renta suficiente
para todos (mejor que una mala integración, una exclusión bien pagada).
Como la de la gestión de todos los fondos que les conciernen, o la de
declarar disponibles las viviendas desocupadas, etc. En resumen, porque
ha de luchar de verdad contra las bases materiales de su miseria y no lo
hace.

Nota: Este texto es un extracto del folleto «El movimiento de los
parados en Francia visto con desencanto».

revista Ekintza Zuzena nº24
fuente http://www.nodo50.org/ekintza/article.php3?id_article=174

texto en PDF
<http://argentina.indymedia.org/uploads/2012/06/las_huelgas_que_cuentan_que_ganamos.pdf>