[pensamientoautonomo] De la protección a la destrucción *

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Auteur: esceptikuz
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À: lista por una ronda de pensamiento autonomo entre sujetos de los movimientos argentinos
Sujet: [pensamientoautonomo] De la protección a la destrucción *
*Siendo en parte una expresión de angustia y agresión intensificadas, la
ciudad amurallada reemplazó una imagen más antigua de tranquilidad rural y
paz. Los primitivos bardos sumerios volvían la memoria hacia una edad de oro
preurbana, cuando “no había serpiente ni escorpión, ni hiena ni león, ni
perro salvaje ni lobo”; cuando “no había miedo ni terror, y el hombre no
tenía rival”.*

Por supuesto, esa época mítica no existió jamás y, sin duda, los mismos
sumerios tenían oscuramente conciencia de este hecho. Pero los animales
ponzoñosos y peligrosos cuya presencia suscitaba sus temores habían
adquirido, con el desarrollo del sacrificio humano y la guerra sin freno,
una nueva forma: simbolizaban las realidades del antagonismo y la enemistad
entre los hombres. En el acto de extender todos sus poderes, el hombre
civilizado les dio a estas criaturas salvajes un lugar en su propia
configuración.

El hombre primitivo, inerme, expuesto y desnudo, tuvo bastante astucia para
dominar a todos sus rivales naturales. Pero ahora, por fin, había creado un
ser cuya presencia provocaría una y otra vez el terror en su alma: el
“enemigo humano”, su otro yo y contrapartida, poseído por otro dios,
congregado en otra ciudad, capaz de atacarlo como Ur fue atacada, sin
provocación.

La misma implosión que había magnificado los poderes del dios, el rey y la
ciudad, y mantenido las complejas fuerzas de la comunidad en un estado de
tensión, ahondó también las ansiedades colectivas y extendió los poderes de
destrucción. ¿Acaso los mayores poderes colectivos del hombre civilizado no
se presentaban en sí mismos como una especie de afrenta a los dioses, a
quienes sólo se apaciguaría mediante la implacable destrucción de los fatuos
dioses rivales? ¿Quién era el enemigo? Todo aquel que rendía culto a otro
dios; que rivalizaba con el poder del rey u ofrecía resistencia a su
voluntad. Así, la simbiosis cada vez más compleja que tenía lugar en el seno
de la ciudad y en su vecino dominio agrícola fue contrapesada por una
relación destructiva y predatoria con todos los posibles rivales; a decir
verdad, a medida que las actividades de la ciudad se hacían más racionales y
benignas en su interior, se tornaban, casi en el mismo grado, más
irracionales y malignas en sus relaciones exteriores. Esto es válido hasta
el mismo día de hoy para los conglomerados más extensos que han sucedido a
la ciudad.

El propio poder real medía su fuerza y el favor divino por sus capacidades
no tan sólo para la creación sino incluso más para el pillaje, la
destrucción y el exterminio. *“En realidad”*, declararía Platón en las
Leyes, *“cada ciudad está en un estado natural de guerra con todas las
demás”*. Esto era un simple hecho de observación. Así, las perversiones
originales del poder que acompañaron los grandes avances técnicos y
culturales de la civilización, han minado y con frecuencia anulado los
grandes logros de la ciudad hasta nuestros propios días. ¿Es simplemente por
azar que las más remotas imágenes subsistentes de la ciudad, las que
aparecen en las paletas egipcias predinásticas, representen su destrucción?

En el acto mismo de trasformar laxos grupos de aldeas en poderosas
comunidades urbanas, capaces de mantener un comercio más vasto y de
construir estructuras mayores, cada parte de la vida se convirtió en una
lucha, una agonía, un encuentro de gladiadores que se combatía contra una
muerte física o simbólica. En tanto que la sagrada cópula del rey y la
sacerdotisa de Babilonia en la cámara divina que coronaba el ziggurat
recordaba un anterior culto de la fertilidad, consagrado a la vida, los
nuevos mitos eran principalmente expresiones de implacable oposición, de
lucha, de agresión, de poder ilimitado: los poderes de las tinieblas contra
los poderes de la luz, Seth contra su enemigo Osiris, Marduk contra Tiamat.
Entre los aztecas, hasta las estrellas estaban agrupadas en ejércitos
hostiles de Oriente y Occidente.

Si bien las prácticas aldeanas, con un sentido de mayor cooperación,
mantuvieron su vigencia en el taller y los campos, es precisamente en las
nuevas funciones de la ciudad donde el látigo y la cachiporra -llamada
cortésmente cetro- se hicieron sentir. Con el tiempo, el cultivador aldeano
aprendería muchas mañas y evasivas para resistir la coerción y las
exigencias de los representantes del gobierno; hasta su aparente estupidez
sería, a menudo, un procedimiento para no oír órdenes que se proponía no
cumplir. Pero los que estaban atrapados en la ciudad, casi lo único que
podían hacer era obedecer, tanto si eran abiertamente esclavizados como si
eran dominados más sutilmente. Para conservar su respeto por sí mismo, en
medio de todas las nuevas imposiciones de las clases dominantes, el súbdito
urbano, quien aún no era un ciudadano pleno, identificaría los propios
intereses con los de sus amos. Aparte de oponerse con éxito a un
conquistador, lo mejor que puede hacer es unírsele y esperar que a uno le
toque algo del botín en perspectiva.

Casi desde su primer momento de existencia, la ciudad, a pesar de su
apariencia de protección y seguridad, fue acompañada no sólo de la previsión
de un asalto desde afuera sino también de una lucha intensificada en su
interior: un millar de pequeñas guerras se hicieron en la plaza del mercado,
en los tribunales, en el juego de pelota o en la arena. Heródoto fue testigo
ocular de una sangrienta lucha ritual con garrotes entre las fuerzas de la
Luz y las de las Tinieblas, que se celebraba en el interior de un templo
egipcio. Ejercer el poder en todas las formas era la esencia de la
civilización; y la ciudad halló decenas de modos de expresar la lucha, la
agresión, la dominación, la conquista… y la servidumbre. Tiene algo de
sorprendente que el hombre arcaico volviera su memoria hacia el período
“anterior” a la ciudad como si se tratara de una Edad de Oro, o que, como
Hesíodo, considerara que cada perfeccionamiento de la metalurgia y de las
armas era un menoscabo de las perspectivas de la vida, de modo que el estado
humano más bajo fue el de la Edad de Hierro (él no podía prever cuánto más
degradarían al hombre las exactas técnicas científicas del exterminio total,
mediante agentes nucleares o bacterianos).

Ahora bien, todos los fenómenos orgánicos tienen sus límites de crecimiento
y extensión, que son establecidos por su misma necesidad de permanecer
autónomos, abasteciéndose y dirigiéndose a sí mismos: sólo pueden
desarrollarse a expensas de sus vecinos si pierden las comodidades mismas
con las que las actividades de éstos contribuyen a sus propias vidas. Las
pequeñas comunidades primitivas aceptaban estas limitaciones y este
equilibrio dinámico, tal como las comunidades ecológicas naturales los
registran.

Las comunidades urbanas, entregadas de lleno a la nueva expansión del poder,
perdieron este sentido de los límites: el culto del poder se regodeaba en su
misma ostentación sin límites. Ofrecía los deleites de un juego jugado por
puro placer, así como las recompensas del trabajo sin necesidad de la rutina
diaria, mediante la rapiña en gran escala y la esclavización al por mayor.
El firmamento era el único límite. Tenemos la prueba de este súbito sentido
de exaltación en las dimensiones cada vez mayores de las grandes pirámides;
del mismo modo que tenemos su representación mitológica en la historia de la
ambiciosa torre de Babel, a la que puso fin una incapacidad de comunicación
que una escesiva extensión del territorio lingüístico y de la cultura puede
haber producido una y otra vez.

Ese ciclo de expansión indefinida de ciudad a imperio es fácil de seguir. A
medida que la población de la ciudad aumentaba, se hacía necesario extender
la superficie inmediata de producción de alimentos o bien extender las
líneas de abastecimiento y aprovechar los artículos de consumo de otra
ciudad, ya por cooperación, trueque o comercio, ya por tributo forzado,
expropiación o exterminio. ¿Rapiña o simbiosis? ¿Conquista o cooperación? Un
mito de poder sólo conoce una respuesta. Así, el mismo éxito de la
civilización urbana sancionó los hábitos y reclamos belicosos que
continuamente la minaron y anularon sus beneficios. Lo que empezó como una
gotita se hinchó forzosamente hasta constituir una iridiscente pompa
imperial de jabón, imponente por sus dimensiones, pero frágil en proporción
a su tamaño. Carentes de una cohesión interna, las capitales más guerreras
se veían presionadas para continuar la técnica de la expansión, a fin de que
el poder no volviera a la aldea autónoma y los centros urbanos donde
floreciera inicialmente. Este proceso se produjo, de hecho, durante el
interregno feudal en Egipto.

Si interpreto correctamente los datos, las formas cooperativas de
convivencia urbana fueron minadas y viciadas desde el comienzo por los mitos
destructivos y fanáticos que acompañaron, y tal vez en parte causaron, la
exorbitante expansión de poderío físico y de destreza tecnológica. La
simbiosis urbana positiva fue reiteradamente desplazada por una simbiosis
negativa, igualmente compleja. Tan conscientes eran los gobernantes de la
Edad de Bronce de esos desastrozos resultados negativos que a veces
contrapesaban sus abundantes fanfarronadas de conquistas y exterminio con
alusiones a sus actividades en bien de la paz y la justicia. Por ejemplo,
Hammurabi proclamaría orgullosamente: *“Puse fin a la guerra; promoví el
bienestar del país; hice que las gentes reposaran en moradas amistosas; no
permití que nadie las aterrorizara”.* Pero, apenas salieron de su boca estas
palabras, comenzó de nuevo el ciclo de expansión, explotación y destrucción.
En los términos favorables que deseaban dioses y reyes, ninguna ciudad podía
lograr su expansión a menos que arruinara y destruyera otras ciudades.

Así, la más preciosa invención colectiva de la civilización, la ciudad, a la
que sólo precede el lenguaje en la trasmisión de la cultura, se convirtió
desde el principio en el receptáculo de destructoras fuerzas internas,
orientadas hacia el constante exterminio. Como consecuencia de esa tan
arraigada herencia, la supervivencia misma de la civilización o, para ser
más exactos, de alguna parte considerable e incólume de la especie humana,
está ahora en duda; y durante largo tiempo puede seguir en duda, cualquiera
sean los arreglos provisionales que se hagan. Camo ya hace mucho lo
destacara sir Patrick Geddes, cada civilización histórica se inicia con un
núcleo urbano vivo, la polis, y termina en un cementerio común de polvo y
huesos, una Necrópolis o ciudad de los muertos, colmada de ruinas quemadas
por el fuego, de edificios aplastados, de talleres vacíos, de montañas de
residuos inútiles, con la población masacrada o sometida a esclavitud.

Leemos en los Jueces: *“Y después de combatir Abimelech la ciudad todo aquel
día, tomóla, y mató el pueblo que en ella estaba, y asoló la ciudad, y
sembróla de sal”.* El terror de este episodio final, con su fria miseria y
su absoluta desesperación, es la culminación humana hacia la que se dirige
la Iliada; pero, ya mucho antes de este episodio, como demostró Heinrich
Schliemann, otras seis ciudades habían sido destruidas; y mucho antes de la
Iliada se encuentra un lamento, igualmente amargo y sentido, por esa
maravilla entre las ciudades antiguas, la misma Ur, un gemido que sale de la
diosa de la ciudad:

*“Verdaderamente todos mis pájaros y criaturas aladas se han volado,*
*‘¡Ay!, por mi ciudad’, es lo que diré.*
*‘Mis hijas y mis hijos han sido arrastrados lejos,*
*¡Ay! por mis hombres’, es lo que diré.*
*‘Oh ciudad mía que no existes más, mi (ciudad) atacada sin motivo,*
*¡Oh mi (ciudad) atacada y destruida!’”*

Por último, considérese la inscripción de Senaquerib sobre la aniquilación
total de Babilonia: *“La ciudad y (sus) casas, desde los cimientos hasta los
techos, yo destruí, yo devasté, yo quemé con fuego. El muro y la muralla
exterior, los templos y dioses, las torres de ladrillo y tierra de los
templos, todas cuantas había arrasé y tiré al canal de Arakhtu. Por el medio
de esa ciudad cavé canales, inundé su solar con agua, y los fundamentos
mismos de ella destruí. Hice su destrucción más completa que si hubiera
habido un diluvio”*. Tanto el acto como su moral anticipan las feroces
estravagancias de nuestra época nuclear; de lo único que carecía Senaquerib
era de nuestra veloz destreza científica y de nuestra maciza hipocrecía que
nos permite ocultar, hasta de nosotros mismos, nuestras intenciones.

No obstante, una y otra vez las fuerzas positivas de la cooperación y la
comunión sentimental han hecho que las gentes volvieran a los solares
urbanos devastados, *“para reparar las ciudades en ruinas, la desolación de
muchas generaciones”*. Es irónico -pero también es consuelo- que las
ciudades hayan sobrevivido reiteradamente a los imperios militares que, en
apariencia, las destruyeron para siempre. Damasco y Bagdad, Jerusalén y
Atenas siguen en los mismos solares que inicialmente ocupaban, vivas, aunque
poco más que fragmentos de sus antiguos cimientos queden a la vista.

Los desmanes crónicos de la vida en la ciudad bien podrían haber causado su
abandono, hasta podrían haber llevado a una renuncia generalizada de la vida
urbana y todos sus dones ambivalentes, de no haber sido por un hecho: el
constante reclutamiento de nueva vida, fresca y tosca, procedente de las
regiones rurales, vida llena de fuerza muscular elemental, de vitalidad
sexual, de celo de procrear, de fe animal. Estas gentes de campo vuelven a
llenar las ciudades con su sangre y, más todavía, con sus esperanzas.
Incluso hoy mismo, según el geógrafo francés Max Sorre, las cuatro quintas
partes de la población del mundo vive en aldeas, funcionalmente más próximas
a su prototipo neolítico que a las metrópolis muy organizadas que han
empezado a hacer entrar a la aldea en sus órbitas y, cada vez con más
rapidez, a minar su antiguo modo de vida. Pero no bien permitamos que la
aldea desaparezca, este antiguo factor de seguridad se desvanecerá. La
humanidad todavía tiene que reconocer este peligro y eludirlo.

Lewis Mumford

* Este texto forma parte del Capítulo II “La cristalización de la Ciudad”,
del libro La ciudad en la historia (1961), Volúmen 8 Tomo 1 (Lewis Mumford,
Ediciones Destino, Buenos Aires 1966)

fuente www.revistacontratiempo.com.ar/mumford.htm

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