[Pensamientoautonomo] La persona flexible (Kurz).

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La
persona flexible

Un carácter social nuevo en la sociedad global de crisis



Este texto se incluyó
como epílogo actual al Manifiesto contra el trabajo (1999), del Grupo
Krisis (Alemania), y fue publicado como anexo al mismo por la editorial
española Virus, en febrero de 2002. Traducción del alemán: Marta María
Fernández.



Robert
Kurz



Hace ya mucho
tiempo que ha dejado de ser un secreto que en el mundo occidental altamente
industrializado, o incluso ya «postindustrial», soplan cada vez más vientos del
llamado Tercer Mundo. No es que los países de la periferia capitalista se hayan
acercado al nivel social de las democracias occidentales del bienestar, sino
que, por el contrario, se extiende como un virus la depravación social en los
antiguos centros capitalistas. Sin embargo, ya no es sólo que se estén
desmontando los sistemas de protección social ni tampoco que aumente el paro
estructural masivo, sino que, más bien, está creciendo un sector difuso entre
el trabajo regular y el paro, sector que es un viejo conocido en los países del
Tercer Mundo y que vegeta por debajo de la sociedad oficial —de minorías y de
apartheid social, que participa en el mercado mundial— como «economía
secundaria» de los excluidos y desarraigados. Caen bajo esta categoría los vendedores
ambulantes de calle, los adolescentes que limpian parabrisas en los cruces, la
prostitución infantil o desde los sistemas semilegales de reciclaje hasta los
«habitantes de los basureros».

            A escala más pequeña, estos
fenómenos forman parte de las escenas callejeras diarias de Occidente y, de
forma más patente, de los países anglosajones con su «clásico» liberalismo
económico radical. Pero también se están desarrollando nuevas formas mixtas
entre el trabajo regular y las relaciones de trabajo precario. Es necesario
coger trabajos irregulares porque, desde hace veinte años (de forma
especialmente drástica en los EEUU), los ingresos de los sueldos oficiales ya
no son suficientes para financiar una forma de vida «normal» con piso, coche y
seguro médico. Dos o tres puestos de trabajo por persona son normales. El
obrero de una fábrica al acabar su jornada se va un momento a comer a casa para
comenzar luego su servicio como vigilante nocturno en otro sitio. Sólo quedan
unas pocas horas para dormir. El fin de semana trabaja, además, en un
restaurante, no por un sueldo, sino sólo por las propinas. Cada vez cuesta más
mantener la fachada de normalidad, aunque sea a costa de arruinarse la salud.


            Otra forma nueva de biografías
laborales inseguras consiste en que cada vez más personas tienen que trabajar
por debajo de su cualificación. Están «sobrecualificados» para el trabajo que
en realidad desempeñan: los mercados ya no necesitan de sus conocimientos.
Desde principios de los ochenta, con el comienzo de la revolución
microelectrónica y la crisis creciente de las finanzas del Estado, la formación
académica dejó de ser garantía de una actividad laboral correspondiente. Se han
recortado muchos puestos cualificados en el sector estatal por falta de
posibilidades de financiación. Por otro lado, en el mercado libre la
preparación profesional envejece cada vez más deprisa y, tras una breve
«combustión continua», pierde su valor. El ciclo acelerado de las coyunturas,
las innovaciones, los productos y las modas no abarca sólo los sectores
técnicos, sino también la cultura, las ciencias sociales y el sector servicios
de alto standing.


            Durante este proceso social, se ha
degradado a un sector creciente de la inteligencia académica. Han dejado de ser
raros el «estudiante eterno», los que dejaban los estudios y cogían un curro en
el sector servicios, ni la filóloga de treinta años en paro con un título de
doctora que no le sirve de nada. En todo el mundo occidental, el taxista
licenciado en Filosofía se convirtió en símbolo de una carrera social negativa.
Se desarrolló un nuevo submundo que hace tiempo que se extiende más allá de la
vieja bohemia. Historiadores licenciados trabajando en fábricas de galletas,
profesoras de instituto lo intentan como niñeras, abogados sobrantes que comercializan
objetos de arte indios. Mucha gente con formación intelectual se sigue moviendo
pasados los treinta o cuarenta años en condiciones de vida casi estudiantiles o
fluctúan en sus actividades entre trabajillos de repartidores, periodismo
circunstancial e intentos artísticos no remunerados. La pregunta por la
posición social y la profesión resulta cada vez más incómoda. Ya en 1985, dos
autores jóvenes, Georg Heinzen y Uwe Koch, publicaron en Alemania De la inutilidad de convertirse en adulto.
Su héroe refleja ese nuevo sentimiento vital de precariedad: «No soy padre, ni
marido, ni miembro de un club automovilístico. No tengo cargos directivos ni
autoridad, no dispongo de crédito en el banco. Me he formado en aquellos
asuntos intelectuales que cada vez tienen menos aplicación. He sido excluido
del ciclo de las ofertas...».


            Si esa manera insegura de vivir
podía parecer, quizás, algo exótico hace diez o quince años, ahora se ha
convertido en un fenómeno de masas. El sociólogo alemán Ulrich Beck ha demostrado
que «el sistema de empleo estandarizado ha empezado a deshacerse». El límite
entre el trabajo y el paro se difumina. Las palabras clave del nuevo sistema de
empleo, fraccionado e intrincado, son «flexibilización» y «subempleo plural».
Ya hace tiempo que no es sólo la inteligencia académica venida a menos, sin
cualificación y sobrante, la que se puede encontrar en esos medios equívocos de
la flexibilidad. Antiguos cerrajeros, cocineros, delineantes, peluqueros,
modistas o enfermeros se han convertido en subempleados multifunción sin
oficio. 


            Todos hacen algo diferente a lo que
en su día aprendieron o estudiaron. Calificaciones, profesiones, carreras,
trayectorias vitales y estatus sociales delimitados y claros son parte del
pasado. El subempleo es más que el mero paso constante de un trabajo asalariado
al paro, situación normal entretanto para millones de personas en el mundo
occidental. También es el cambio permanente entre cualificaciones, actividades
y funciones casi arbitrarias; una suerte de viaje en montaña rusa a través de
la división social del trabajo, que se transforma bajo la presión de los
mercados a una velocidad cada vez mayor.


            En los años ochenta todavía había
esperanzas de poder dar un giro emancipador a la tendencia a la flexibilización
de las relaciones, al no seguir la gente ya estandarizaciones rígidas, sino que
—a pesar de la presión social— intentaban descubrir para sí posibilidades
nuevas de organizarse la vida. El individuo flexible tenía que convertirse en
el prototipo de ser humano que ya no se subordina incondicionalmente a las
obligaciones del trabajo asalariado y del mercado, porque había conquistado una
reserva de tiempo para actuar de manera independiente y autónoma y se podía
imponer a sí mismo obligaciones voluntarias. Se hablaba de los llamados
«pioneros del tiempo», que habían ganado para sí mismos «soberanía temporal», a
fin de poner en marcha formas de vida al margen del ritmo maquinal capitalista
del «trabajo» determinado por otros y el «tiempo libre» orientado al consumo de
mercancías.


            Tales ideas recuerdan a los primeros
escritos de Karl Marx que preveían, para el futuro comunista, el final de la
división del trabajo alienante con una famosa formulación ilustrativa: «La
división del trabajo nos da el ejemplo de que, mientras exista la separación
entre el interés particular y el general, la propia actividad del hombre se
convierte para él en un poder extraño y enfrentado que lo subyuga. Una vez que
se empieza a distribuir el trabajo, cada uno tiene un círculo determinado
exclusivo de actividad, del que no puede a salir; mientras que en el comunismo
la sociedad regula la producción general y me posibilita hacer una cosa un día
y otra el siguiente, cazar por las mañanas, pescar por la tarde, ordeñar el
ganado por la noche, ponerme a criticar después de comer, sin convertirme nunca
en cazador, pescador, pastor o crítico...».


            Justo 150 años después, la imagen
romántica del joven Marx no tiene nada que ver con nuestra realidad flexible.
No vivimos precisamente en una sociedad con aspiraciones comunistas, que se
haya abierto a nuevos horizontes de emancipación social más allá del sucumbido
capitalismo de Estado burocrático. Optimistas sociales de la flexibilización
como Ulrich Beck o el filósofo social francés Andrè Gorz habían hecho unas
cuentas muy rápidas, al querer desarrollar los potenciales de una nueva
«soberanía del tiempo» individual en coexistencia pacífica con las formas de
producción capitalista. Después de abandonar toda crítica fundamental al orden
dominante, no quedaba ya ninguna posibilidad de ocupar emancipadoramente la
tendencia social inmanente. Por eso, la lucha por la interpretación social de
la flexibilización estaba sentenciada antes de empezar.


            Las ideas esperanzadoras de una
supuesta organización autónoma del tiempo de vida en los resquicios sociales se
referían, de todas maneras, sólo a formas específicas de trabajo a media
jornada que, según la teoría de Gorz, tendrían que ser subvencionadas por el
Estado social para garantizar una «renta básica» segura en forma de dinero y, a
la vez, posibilitar actividades voluntarias. Esta teoría bienintencionada, pero
sin fundamento, ha sido desde el principio un insulto a la realidad de la gente
que, bajo la presión del dumping social creciente, se ve obligada a coger
dos o tres trabajos prácticamente de sol a sol. Dado que existe la
«separación», constatada tanto por Marx como por otros, «entre el interés
particular y el general» —es decir: la competencia ciega en mercados anónimos,
que ya no es cuestionada por teóricos como Beck y Gorz—, no se puede emplear el
potencial de la productividad creciente para una mayor «soberanía temporal» de
la gente. En vez de esto, el capitalismo neoliberal desenfrenado ha impuesto
dictatorialmente la flexibilización y ha hecho valer exclusivamente su
filosofía económica de una bajada de costes a cualquier precio.


            Los horarios de trabajo
estandarizados se vuelven inciertos, pero no en beneficio de los trabajadores.
Se extiende el «trabajo por encargo», según la demanda y con horarios irregulares.
También se exige a los trabajadores una alta movilidad espacial, en contra de
sus propios intereses vitales. Hace ya mucho que cientos de millones de
personas se ven obligadas a la inmigración laboral entre países y continentes.
Los latinos van en busca de trabajo a los EEUU; los asiáticos, a los emiratos
del Golfo; gente del este y del sur de Europa, a Centroeuropa. En China y
Brasil hay una enorme migración interior a las ciudades. Bajo el dictado de la
globalización, se ha reforzado esa tendencia a la movilidad espacial de la mano
de obra y ha llegado, entretanto, a los centros europeos. Las oficinas del paro
alemanas, por ejemplo, pueden obligar a los parados a desplazarse cientos de
kilómetros de su lugar de residencia y a «visitar» a sus familias sólo los
fines de semana. También los directivos de las empresas tienen que cambiar cada
vez más a menudo, en beneficio de sus carreras, la cuidad, país o continente de
su actividad profesional. Las personas se convierten en vagabundas socialmente
desarraigadas de los mercados.


            La flexibilización supone también el
cambio constante entre trabajo dependiente y «autónomo». Los límites entre
trabajadores asalariados y empresarios se difuminan, pero también esto en
detrimento de los afectados. En el curso de este outsourcing surgen cada
vez más autónomos aparentes, es decir, pseudoempresarios sin organización
empresarial propia, sin capital financiero propio, sin empleados y sin la
famosa «libertad de empresa», porque dependen de un único contratante: la empresa
para la que trabajaban antes, la mayoría de las veces, que de esa manera se
ahorra la seguridad social y, en vez de por el horario del convenio, sólo paga
trabajos concretos en cada caso, con «honorarios» muy por debajo del sueldo
anterior.


            Flexibilización significa, por lo
general, desviación del riesgo sobre los empleados dependientes y delegación de
la responsabilidad hacia abajo: más rendimiento y mas estrés por menos dinero.
El vínculo empresarial se relaja y los llamados «colaboradores» se dividen en
una plantilla central cada vez más reducida, a la que también se recortan o
eliminan las prestaciones sociales de la empresa, y una plantilla satélite,
precaria, creciente de «reserva», que se llaman, por ejemplo, «trabajadores
freelance» o «trabajadores con cartera». Dentro de la plantilla central, los
departamentos se dividen en «centros de ganancias» en competencia. La cultura
empresarial de integración ha caducado. Con el ejemplo del consorcio
multinacional IBM, el historiador social norteamericano Richard Sennet mostraba
en 1998, en su libro El hombre flexible,
esta lógica de la deslealtad: «Durante los años de los recortes y la
reestructuración, IBM no transmitía ya ninguna confianza a los empleados que le
quedaban. Se les comunicó que a partir de ese momento todo dependía de ellos
mismos, que ya no eran los hijos de la gran empresa».


            Los individuos flexibilizados
capitalistamente no son personas conscientes ni universales, sino sólo gente
universalmente explotada, insolidaria y solitaria. La nueva responsabilidad del
riesgo no divierte, más bien da miedo, puesto que lo que está en juego
permanentemente es la propia existencia. La desconfianza general gana terreno.
En un clima de manía persecutoria y de acoso, surge una cultura empresarial paranoica.
Las personas constantemente inseguras y sobrepresionadas pierden la motivación
y se ponen enfermas. Y cada vez se las convierte en más superficiales,
desconcentradas e incompetentes; porque una preparación verdadera necesita de
un tiempo que el mercado ya no tiene. Cuanto más rápido cambian los requisitos,
la competencia se vuelve más irreal y el aprendizaje se convierte en un mero
consumo de saber que no deja tras de sí más que basura de datos. La calidad se
queda por el camino. Si sé que todo lo que aprendo y por lo que me esfuerzo va
a ser inservible al cabo de un rato, entonces la atención disminuye.


            Trabajadores azuzados y
desocializados, que lo único que pueden hacer es engañar a sus directivos, a
sus clientes y a sí mismos, se convierten en contraproductivos también
empresarialmente hablando. Con la flexibilización total el capitalismo no
resuelve su crisis, sino que se conduce ciertamente a sí mismo ad absurdum
y demuestra que ya sólo es capaz de desatar energías autodestructivas.