Auteur: Pablo Sebastián Lovizio Date: À: Pensamiento Autónomo Sujet: [Pensamientoautonomo] EL GATO, EL RATÓN, LA CULTURA Y LA ECONOMÍA (Anselm Jappe).
EL
GATO, EL RATÓN, LA CULTURA Y LA ECONOMÍA*
Una de las fábulas de los
hermanos
Grimm se
llama “El gato y el ratón hacen vida en
común”. Un gato convence a un ratón de
que quiere ser su amigo, comienzan a vivir juntos y previendo el
invierno que
se avecina compran un tarro de manteca y lo esconden en una iglesia.
Con el
pretexto de tener que ir a un bautizo tras otro, el gato acude varias
veces a
la iglesia y se come poco a poco toda la manteca, se divierte
después dándole
respuestas ambiguas al ratón acerca del tema. Cuando
finalmente van juntos a la
iglesia para comerse el tarro de manteca, el ratón descubre
el engaño, y el
gato simplemente se come al ratón. La última
frase de la fábula anuncia la
moraleja: “Así van las cosas de este
mundo”.
Yo diría que la
relación entre la cultura
y la economía se arriesga fuertemente a asemejarse a esta
fábula, y les dejo
adivinar quién, entre la cultura y la economía,
desempeña el papel del ratón y
quién
el del gato. Sobre todo hoy, en la época del capitalismo
plenamente
desarrollado, globalizado y neoliberal. Los asuntos que se busca
abordar en
este “foro de arte público” que versan,
entre otras cosas, sobre la cuestión de
quién debe financiar a las instituciones culturales y
cuáles expectativas, y de
qué público, deben ser satisfechas por el museo,
entran en una problemática más
general: ¿cuál es el lugar de la cultura en la
sociedad capitalista de hoy en
día? Para intentar responder a esta pregunta
abordaré el tema desde un enfoque
amplio.
Aparte de la producción
–material y no
material- con la
cual toda sociedad
debe satisfacer las necesidades vitales y físicas de sus
miembros, aquélla crea
igualmente una serie de construcciones simbólicas. Con
éstas, la sociedad
elabora una representación de sí misma y del
mundo en el cual está inserta y
propone, o impone, a sus miembros identidades y comportamientos. Para
hablar de
esto no utilizo el término marxista
“superestructura”, opuesto a la presunta
“base económica”, porque la
producción de sentido puede –según la
sociedad en
cuestión- desempeñar un rol tan importante, si no
es que más importante que la
satisfacción de las necesidades primarias. La
religión y la mitología, así como
los “usos y
costumbres” cotidianos –sobre
todo los relativos a la familia y a la reproducción- incluso
aquellos que a
partir del Renacimiento han sido nombrados “arte”
entran en la categoría de lo
simbólico. Por muchas razones, en las sociedades antiguas
estos códigos
simbólicos no estaban separados, basta pensar en el
carácter sumamente
religioso de casi todo el arte. Pero, sobre todo, no existía
una separación
entre la esfera económica y la esfera simbólica y
cultural. Un objeto podía, al
mismo tiempo, satisfacer una necesidad primaria y poseer un aspecto
estético.
Históricamente, fue la modernidad capitalista e industrial
la que separó el
“trabajo” de las demás actividades, y la
que le otorgó al mismo y a sus
productos el nombre de “economía”, el
centro soberano de la vida social.
Además, el aspecto cultural y estético, que en
las sociedades preindustriales
era inherente a todos los ámbitos de la vida, se concentra
en una esfera
aparte. Esta es en apariencia independiente de las construcciones de la
esfera
económica, y en ella puede aflorar una verdad
crítica, de otro modo reprimida o
eliminada, de la vida social y de su creciente sumisión a
las exigencias cada
vez más inhumanas de la competencia económica.
Así, la cultura paga esta
libertad con su marginación, con su reducción a
un “juego” que, al no formar
parte directamente del
ciclo de trabajo
y la acumulación de capital, permanece siempre en una
posición subordinada
respecto de la esfera económica y de aquellos que la
manejan. Pero ni siquiera
esta “autonomía del arte”, que tuvo su
máximo apogeo en el siglo XIX, ha podido
resistir la dinámica del capitalismo, dedicada a absorber
todo y a no dejar
nada fuera de su lógica de valorización. Primero,
las obras de arte autónomo
–por ejemplo los cuadros- entraron en el mercado,
volviéndose mercancía.
Después, la producción misma de “bienes
culturales” se mercantilizó, poniendo
atención desde el principio sólo a la ganancia y
no a la calidad artística
intrínseca. Este es el estado de la “industria
cultural”, descrito en un
principio por Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y
Günther Anders
a principios de la década de 1940. En seguida,
ocurrió una especie de perversa
reintegración de la cultura en la vida, pero sólo
en el sentido ornamental de
la producción mercantil, o sea, bajo la forma de
diseño, publicidad, moda,
etcétera. La cuasi desaparición de las
instituciones culturales públicas
eliminó finalmente los últimos restos de
independencia de los artistas frente
al dinero; finalmente, éstos son raramente algo
más que los nuevos bufones y
cantantes de la corte, quienes deben abalanzarse sobre las migajas que
los
nuevos patrones, bajo el nombre de patrocinadores, les lanzan.
Esta es la situación en la
cual
vivimos
hoy. Muchos experimentan un vago disgusto frente a esta
“mercantilización de la
cultura” y preferirían que la cultura
“de calidad” –según los
gustos, puede
tratarse del “cine de autor”, de la obra
lírica o de la artesanía indígena- no
fuera tratada exactamente como la producción de zapatos,
juegos de video o
viajes turísticos, es decir, con la lógica
exclusiva de la inversión y la
ganancia. Evocan entonces eso que en Francia se denomina “la
excepción
cultural”: la despiadada lógica capitalista se
acepta en todos los ámbitos (y
más aún si “nosotros” somos
los ganadores) pero debe dejar gentilmente la
cultura fuera del alcance de sus garras. En realidad, esta esperanza me
parece
ingenua, y sin mucho sentido. De hecho, aceptando la lógica
de base de la
competencia capitalista, se aceptan también todas las
consecuencias. Si es
justo que un zapato o un viaje se valoren exclusivamente con base en la
cantidad de dinero que representan, es un tanto ilógico
esperar que esta misma
lógica se frene frente a los “productos”
culturales. Aquí aplica el mismo
principio: no nos podemos oponer a los “excesos”
“liberalistas” de la mercantilización
–lo que actualmente hacen muchos- sin discutir los
fundamentos, algo que casi
nadie hace. De cualquier modo, la esperanza es vana, porque la
lógica global de
la mercancía no renuncia a despedazar cuerpos de
niños, si puede obtener una
pequeña ganancia con las minas anti-hombre; seguramente no
se atemorizará de
las respetuosas protestas de cineastas franceses o de directores de
museos
exasperados de tener que arrastrarse boca abajo frente a los directivos
de
Coca-Cola o de la industria petroquímica para que les
financien una exhibición
o una exposición, según sea el caso. La
capitalización incondicionada del arte
de frente a los imperativos económicos forma sólo
una parte de la
mercantilización tendencialmente total de todos los aspectos
de la vida, y no
se puede poner a discusión sólo por el arte sin
atentar contra la dictadura de la
economía en todos los
niveles. No existe ningún motivo por el cual el arte debiese
lograr mantener su
autonomía respecto a la lógica de la ganancia, si
ninguna otra esfera logra
hacerlo.
Entonces, la necesidad del capital de
encontrar siempre nuevas
áreas de
valorización no deja fuera a la cultura, y es evidente que
al interior de ésta
la “industria del entretenimiento” constituye su
objeto de inversión principal.
Ya en los años setenta, el grupo sueco de pop
“Abba” era el primer exportador
del país, por delante de la industria militar Saab; los
Beatles fueron
nombrados barones de la Reina en 1965, debido a su enorme
contribución a la
economía inglesa. Además, la industria del
entretenimiento, de la televisión a
la música rock, del turismo a la people´s
press, juega un rol importante de pacificación
social y de creación de
consenso, asumido de manera óptima en el concepto de
“tittytainment”
(entetanimiento, en
español). En 1995
se celebra en San Francisco el “State
of the World Forum”, en el cual participaron alrededor de 500
de los personajes
más poderosos del mundo (entre otros Gorbachov, Bush,
Thatcher, Bill Gates...)
para discutir acerca de qué hacer en el futuro con el
ochenta por ciento de la
población mundial que ya no será necesaria para
la producción. Se propuso como
solución el “tittytainment”: a la
población superflua y tendencialmente
peligrosa se le destinará una mezcla de nutrientes
suficiente y de entretenimiento,
de entertainment embrutecedor, para
obtener un estado de feliz letargo similar a aquél del
neonato que ha bebido
del seno (tits, en la jerga
americana) de la madre. En otras palabras, el papel central que
tradicionalmente desenvuelve la represión
para evitar los levantamientos sociales viene largamente
acompañado de la infantilización.
La relación entre la
economía y la
cultura no se limita entonces a la instrumentación de la
cultura, al fastidio
de ver sobre toda manifestación artística el logo
del patrocinador que, dicho
sea de paso, financiaba la cultura también hace cuarenta
años, pero a través de
los impuestos que pagaba, sin poder así adjudicarse el
crédito, sobre todo, sin
poder influenciar las elecciones artísticas. De cualquier
modo, la relación
entre la fase actual del capitalismo y la fase actual de la
“producción
cultural” va aún más lejos. Existe una
idiosincracia profunda
que conecta a la industria del entretenimiento con el
impulso del capitalismo hacia la infantilización y hacia el
narcisismo. La
economía material está largamente unida a las
nuevas formas de la “economía
psíquica y libidinosa”. Para explicar mejor lo que
quiero decir, debo intentar
de nuevo exponer en pocas palabras los supuestos.
El mundo contemporáneo se
caracteriza por
la prevalencia total del fenómeno que Karl Marx
llamó fetichismo de la
mercancía. Este término, a menudo
malentendido,
indica mucho más que una adoración exagerada a
las mercancías, y va más allá de
indicar una simple mistificación. Se refiere al hecho de que
en la sociedad
moderna y capitalista la mayor parte de las actividades sociales toman
la forma
de mercancía, ya sea material o no. El valor de una
mercancía está determinado
por el tiempo de trabajo necesario para su producción. No
son las cualidades
concretas de los objetos las que definen el destino de los mismos, sino
la
cantidad de trabajo incorporada en ellos, esta cantidad se refleja
siempre en una suma de dinero.
Los productos
que han sido creados por el hombre comienzan así a llevar
una vida autónoma,
gobernada por las leyes del dinero y de su acumulación en
capital. Se
necesita tomar al pie de la letra el
término “fetichismo de la
mercancía”: los hombres modernos se comportan como
los llamados “salvajes”: veneran los fetiches que
ellos mismos han producido,
atribuyéndoles una vida independiente y el poder de gobernar
a los hombres.
Este fetichismo de la mercancía no es una ilusión
o un engaño, es el modo de
funcionamiento real de la sociedad
de
la mercancía. Domina entonces todos los sectores de la vida,
más allá de la
economía. Esta
religión materializada
conlleva, entre otras cosas, que todos los objetos y todos los actos,
en tanto
mercancías, son iguales.
No son más
que la cantidad mayor o menor de trabajo acumulado, y, en consecuencia,
de
dinero. Es el mercado el que lleva a cabo esta homologación,
independientemente
de las intenciones subjetivas de los actores. El reino de la
mercancía es
entonces terriblemente monótono, y no posee en lo absoluto
un contenido propio.
Una forma vacía y abstracta, siempre la misma, una pura
cantidad sin cualidad
–el dinero- se impone poco a poco a la infinita multiplicidad
concreta del
mundo. La mercancía y el dinero son indiferentes frente al
mundo, para el que
éstos no son más que un material a utilizar. La
existencia misma de un mundo
concreto, con sus propias leyes y sus propias resistencias, es al fin
un
obstáculo para la acumulación del capital que no
reconoce ningún otro objetivo
que sí mismo. Para transformar toda suma de dinero en una
suma más grande, el
capitalismo consume el mundo entero, en el plano social,
ecológico, estético,
ético. Detrás de la mercancía y su
fetichismo se esconde una verdadera y propia
“pulsión de muerte”, una tendencia,
inconciente pero potente, hacia la
destrucción del mundo.
El equivalente del fetichismo de la
mercancía en el plano de la vida psíquica
individual es el narcisismo.
Aquí, este término no indica, como en el lenguaje
corriente, una adoración del propio cuerpo, o de la propia
persona. Se trata
más o menos de una grave patología, bien conocida
en el psicoanálisis:
significa que una persona adulta conserva la estructura
psíquica de los
primeros momentos de su infancia, cuando todavía no existe
la distinción entre
el Yo y el mundo circundante. Todo objeto externo es visto por el
narcisista
como una proyección del propio Yo. Pero en realidad este Yo
permanece
terriblemente pobre a causa de su incapacidad de enriquecerse con
verdaderas
relaciones objetuales con objetos externos; en efecto, el sujeto, para
poder
hacerlo, debe primero reconocer la existencia del mundo externo y su
propia
dependencia del mismo, y también los propios
límites. El narcisista puede
parecer una persona “normal”; aunque en verdad no
ha salido jamás de la fusión
originaria con el mundo circundante y hace todo lo posible para
mantener la
ilusión de omnipotencia que se deriva de la misma. Esta
forma de psicosis, rara
en la época de Sigmund Freud, quien la describe por primera
vez, se ha
convertido en la actualidad en uno de
los disturbios psíquicos principales; se pueden ver los
rastros por todos
lados. Y no es
casualidad: se encuentra
la misma pérdida de la realidad,
la
misma ausencia del mundo
–de un mundo
reconocido en su autonomía fundamental- que caracteriza al
fetichismo de la
mercancía. Desde otra perspectiva, esta negación
drástica de la existencia de
un mundo independiente a nuestras
acciones y a nuestros deseos ha constituido desde el inicio el centro
de la
modernidad: es el programa enunciado por Descartes cuando
descubrió en la
existencia de la propia persona la única certeza posible.
En una sociedad basada en la
producción
de mercancías era inevitable, después de mucho
andar, que el narcisismo se
convirtiera en la forma psíquica prevaleciente.
Así, es evidente que el enorme
desarrollo de la industria del entretenimiento sea al mismo tiempo
causa y
consecuencia de este florecimiento del narcisismo. De este modo, dicha
industria participa en la verdadera y propia
“regresión antropológica”, a
la
cual nos lleva actualmente el capitalismo: una anulación
progresiva de las
etapas de la humanización en las cuales se encontraba la
esencia de la historia
antecedente. También en este apartado el discurso puede
alargarse demasiado. Me
limito a recordarles las etapas por
las cuales todo ser humano, según las conclusiones del
psicoanálisis, debe
pasar en su primer desarrollo psíquico. Debe superar la
sensación de fusión
protectora con la madre, que es característico del primer
año de vida (se trata
de lo que Freud llama “narcisismo primario”, una
etapa necesaria) y pasar a
través de los dolores del conflicto edípico para
llegar a una valoración
realista de las capacidades propias y de los propios
límites, renunciando
finalmente a los sueños infantiles de omnipotencia.
Sólo así puede nacer una
persona psicológicamente equilibrada. La
educación tradicional apuntaba más o
menos acertadamente a lo siguiente: sustituir el principio del placer
con el
principio de realidad, pero sin aniquilar totalmente el principio del
placer.
Las etapas que no se resolvieron concretamente en el desarrollo
psicológico dan
lugar a la neurosis e incluso a la psicosis. El niño no
posee una perfección
nata, ni abandona espontáneamente su narcisismo inicial.
Necesita que se le
guíe para poder acceder al pleno desarrollo de su humanidad.
Las construcciones
simbólicas
características de cada cultura desenvuelven evidentemente
un papel esencial en
este proceso y constituyen de este modo un patrimonio precioso de la
humanidad
(incluso si no todas las construcciones simbólicas
tradicionales parecen
igualmente aptas para promover una vida humana plena, pero esta es otra
cuestión). Al contrario de esto, el capitalismo en su fase
más reciente
–digamos de los años setenta en adelante-, en la
cual el consumo y la seducción
parecen haber sustituido a la producción y a la
represión como motor y
modalidad del desarrollo, representa históricamente la
única sociedad que
promueve una infantilización masiva de
los
sujetos, ligada a una desimbolización.
En este punto, todo
conspira para mantener al ser humano en una condición
infantil. Todos los
ámbitos de la cultura, de la caricatura a la
televisión, de las técnicas de
restauración de obras de arte antiguas a la publicidad, de
los juegos de video
a los programas escolares, de los deportes masivos a los
psicofármacos, del Second Life
hasta las exposiciones
actuales en los museos contribuyen a crear un consumidor
dócil y narcisista que
ve en el mundo entero una extensión suya, gobernable con un mouseclick.
Por esto, no puede existir ninguna excusa
o justificación para la industria del entretenimiento y para
la adaptación
de la cultura a las exigencias
del mercado que han contribuido de este modo tan potente a las
tendencias
regresivas. Nos podemos preguntar entonces por qué una
degradación de esta dimensión
ha suscitado tan poca oposición. En efecto, todos han
contribuido a esta
situación: la derecha porque cree siempre y de cualquier
modo en el mercado, al
menos desde que se transformó internamente al liberalismo.
La izquierda, porque
cree en la igualdad de los ciudadanos. Lo más curioso es el
papel que jugó la
izquierda en esta adecuación de la cultura a las exigencias
del neocapitalismo.
La izquierda ha constituido constantemente la vanguardia, la cabecilla
en la
transformación de la cultura en una mercancía.
Todo se ha desenvuelto bajo la
insignia de las palabras mágicas
“democratización” e
“igualdad”. La cultura
debe estar a la disposición de todos.
¿Quién puede negar que se trate de una
aspiración noble? Mucho más
rápidamente que la derecha, la izquierda –por
“moderada” o “radical” que sea-
ha abandonado -sobre todo después de 1968- toda
idea de que pueda existir una diferencia cualitativa
entre las expresiones culturales. Explíquenle a cualquier
representante de la
izquierda cultural que Beethoven vale más que un rap
o que estaría mejor que
los niños aprendieran de memoria
poesías más que jugar play
station, y
él los llamará automáticamente
“reaccionario” y “elitista”. La
izquierda ha
hecho las paces por doquier con las jerarquías de riqueza y
de poder,
descubriéndolas inevitables o hasta placenteras, aunque el
daño que hacen sea
evidente a los ojos de todo el mundo. Ha querido en cambio abolir las
jerarquías donde
de hecho tienen algún
sentido, con la condición de que no sean establecidas de una
vez por todas,
sino mutables: las de la inteligencia, del gusto, de la sensibilidad,
del
talento. Pero también resalto que hay personas que admiten
el decaimiento de la
cultura general, agregando inmediatamente como un reflejo, que una vez
la
cultura era quizá de un nivel más alto, pero era
una prerrogativa de una ínfima
minoría, mientras la gran mayoría se encontraba
hundida en el analfabetismo.
Hoy, en cambio, todos tendrían acceso a estos conocimientos.
Pero a mí me
parece que los niños que hoy en día crecen con
Homero y Shakespeare o Cervantes
constituyen una minoría aún más
ínfima que la de tiempos remotos. La industria
del entretenimiento ha sustituido simplemente una forma de ignorancia
con otra,
así como el incremento del número de personas que
poseen un diploma de
educación superior o que acuden a la universidad no parece
haber incrementado
mucho el número de personas que verdaderamente saben algo.
En Francia, por
ejemplo, se puede hacer una maestría universitaria acerca de
temas o con los
conocimientos que hace treinta años no hubieran sido
suficientes para obtener
el diploma de una escuela media técnica. Así,
en Francia, es fácil que cada año el cincuenta
por ciento de
los jóvenes consigue obtener el diploma de licenciatura
–qué gran victoria de
la democratización.
No se puede llamar a los productos de la
industria del entretenimiento una “cultura de masa”
o “cultura
popular”, como sugiere por ejemplo el término
“música
pop”, y como afirman los que acusan de
“elitismo” toda crítica de lo que en
realidad
no es más que el “formateo” de las
masas, por utilizar una palabra
contemporánea muy elocuente. El relativismo generalizado y
el rechazo de toda
jerarquía cultural frecuentemente se han hecho pasar, sobre
todo en la época
“postmoderna”, por formas de
emancipación y de crítica social, por ejemplo, en
nombre de las culturas “subalternas”. Me parece
evidente que son un reflejo
cultural del dominio de la mercancía. Como hemos visto ya,
la mercancía es una
pura cantidad de trabajo y entonces de dinero, siempre igual, incapaz
de hacer
distinciones cualitativas. Frente a la mercancía, todo es
igual. Todo es
simplemente material para el proceso siempre igual de
valorización del valor.
Esta indiferencia de la mercancía por todo contenido se
manifiesta en una producción
cultural que rechaza cualquier juicio cualitativo y para el cual todo
equivale
a todo. “La industria cultural vuelve
todo igual”, sentenció Adorno ya en 1944.
Quizá alguien
acusará
una argumentación
como la mía de “autoritarismo”
y
afirmará que es “la gente” misma quien
espontáneamente quiere, pide, desea los
productos de la industria cultural, incluso en presencia de otras
expresiones
culturales, así como millones de personas comen sin
ningún reparo en los fast-food,
aún pudiendo comer, por la misma
cantidad de dinero, en un restaurante tradicional. Es fácil
rebatir recordando
que en presencia de un bombardeo mediático masivo y continuo
en favor de
ciertos estilos de vida la “libre
elección” está bastante condicionada.
Pero
está de más. Como hemos visto, el acceso a la
plenitud del ser humano pide una
ayuda de parte de quien ya posee, al menos parcialmente, esta plenitud.
Dejar
el libre correr al desarrollo
“espontáneo” no significa de hecho crear
las
condiciones para la libertad. La “mano invisible”
del mercado termina en el
monopolio absoluto o en la guerra de todos contra todos, no en la
armonía.
Igualmente, no ayudar a alguien a desarrollar su capacidad de
diferenciación
significa condenarlo a un infantilismo eterno. Les doy un ejemplo que
no he
sacado del psicoanálisis y al cual le tengo un
cariño especial. Existen cuatro
sabores fundamentales, en el sentido del gusto:
dulce, salado, ácido y amargo. El paladar humano es capaz de
percibir la
diezmilésima parte de una gota de amargo en un vaso de agua,
mientras que para
los otros sabores se necesita una gota entera. En consecuencia,
ningún otro sabor es tan diferenciable ni posee una
multiplicidad casi
infinita de sensaciones gustativas como lo amargo. Las culturas del
vino, del
té y del queso, estas grandes fuentes de placer en la
existencia humana, se
basan en estos infinitos tipos y grados de amargura. Pero los
niños pequeños
rechazan espontáneamente lo amargo y aceptan sólo
lo dulce y, después, lo
salado. Deben ser educados para apreciar lo amargo, venciendo la
resistencia
inicial. Desarrollarán así una capacidad de gozo
que de otro modo les hubiera
permanecido irrevelada. De cualquier modo, si nadie se los impone, no
pedirán
jamás nada aparte de lo dulce y lo salado, de los que hay
pocos matices, sólo
en el rango de más o menos fuerte. Y así nace el
consumidor de fast food –que
se basa sólo sobre el dulce y la sal- incapaz de apreciar
sabores diferentes. Y
todo lo que no se ha aprendido de pequeños ya no se
aprenderá de grandes, si el
niño que ha crecido con hamburguesas y Coca-cola se
convierte en un nuevo rico
y quiere ostentar cultura y refinamiento, consumiendo vinos italianos y
quesos
franceses, no logrará apreciarlos verdaderamente.
Diría que se puede aplicar
este
razonamiento sobre el “gusto”
gastronómico, sin muchos cambios, también al
gusto estético. Se necesita una educación para
apreciar la música de Bach o la
música árabe tradicional, mientras que la simple
posesión del cuerpo basta para
“apreciar” los estímulos
somáticos de la música rock. Es verdad que la
mayor
parte de la población pide ahora
“espontáneamente” Coca-Cola y
música rock,
caricaturas y pornografía en la red: pero esto no demuestra
que el capitalismo,
que ofrece todas estas maravillas a profusión,
está en sintonía con la
“naturaleza humana”, aunque haya logrado mantener
esta naturaleza en su estado
inicial. En efecto, ni siquiera el comer con tenedor y cuchillo hace su
aparición espontánea en el desarrollo de un
individuo.
Por lo tanto, el éxito de las
industrias
del entretenimiento y de la cultura de la
“facilidad” –un éxito
increíblemente
mundial que sobrepasa todas las barreras culturales- no se debe
sólo a la
propaganda y a la manipulación, sino también al
hecho de que éstos se aúnan al
deseo “natural” del niño de no abandonar
su posición narcisista. La alianza
entre las nuevas formas de dominación, las exigencias de la
valorización del
capital y las técnicas de marketing es tan eficaz porque se
apoya en una
tendencia regresiva ya presente en el hombre. La
virtualización del mundo, de
la que tanto se habla, es también una
estimulación de los deseos infantiles de
omnipotencia. “Derribar todos los
límites” es la incitación mayor que se
recibe
hoy, ya sea que se trate de la carrera profesional o de la promesa de
salud eterna
y vida eterna gracias a la medicina, de las existencias infinitamente
diversas
que se pueden vivir en los videojuegos o de la idea de que un ilimitado
“crecimiento económico” sea la
solución a todos los males. El capitalismo es
históricamente la primera sociedad basada en la ausencia de
límites. Hoy se
comienza a justipreciar lo que esto significa.
La industria del entretenimiento es
entonces absolutamente consustancial a la sociedad de la
mercancía. El
verdadero arte en cambio, si se le toma en serio, si es fiel a su
existencia,
no debería entonces estar de acuerdo jamás con la
economía y el mercado. El
cualitativo y el cuantitativo son aquí principios
antitéticos. Pero, ¿existe
esta “verdadera cultura”?, y si existe,
¿dónde se le puede encontrar? La hemos definido
aquí sobre todo de modo ex negativo,
hablando de todo eso que no
es. Falta aquí el tiempo para extenderse acerca de la
grandeza y la ambigüedad
de la cultura tradicional. Ésta, era a veces capaz de
estremecer al observador,
al público, capaz de decir “no” no
sólo a la sociedad, sino también a la
constitución de cada individuo, imponiéndole,
como dice una poesía del poeta
alemán Rainer Maria Rilke: “Tú debes
cambiar tu vida”, o proclamando, como el
poeta francés Arthur Rimbaud: “Hay que cambiar la
vida”, o aún como el escritor
francés Lautréamont: “El arte debe de
estar hecho por todos, no sólo por
algunos”. Algunas obras del pasado, mientras las observamos,
parecen
observarnos y esperar una respuesta de nuestra parte. Sin embargo, no
se puede contraponer
en lo absoluto un arte “alto” o
“grande” del pasado, siempre basado en el
mejoramiento del ser humano, con la industria cultural de hoy en
día. La
complicidad abierta o escondida con los poderes dominantes y con los
modos de
vida dominantes ha caracterizado siempre gran parte de las obras
culturales. Lo
importante es que en el pasado existía la posibilidad de
descartar, a veces
expresada a través de la categoría
estética de lo “sublime”. La obra, desde
esta óptica, no debía estar “al
servicio” del sujeto que la contempla. No son las obras las
que
deben de gustar a
los hombres, sino los hombres los que deben de buscar estar a la altura
de las
obras. No corresponde al espectador, o
“consumidor”, elegir su obra, sino a la
obra eligir su público y determinar quién es
digno de ella. No nos corresponde
juzgar a Baudelaire o a Malevitch; son ellos quienes nos juzgan y
determinan
nuestra facultad de juicio. Hasta hace poco, se juzgaba –en
el campo estético-
a una persona a partir de las obras que sabía apreciar, y no
las obras a partir
del número de personas atraídas por ellas. Quien
era capaz de recoger toda la
complejidad y la riqueza de una obra particularmente lograda era
entonces
considerado como alguien que había avanzado bastante en la
ruta de la realización
humana, normalmente gracias al trabajo duro sobre sí mismo.
¡Que contraste con
la visión postmoderna para la cual cada espectador es
democráticamente libre de
ver en una obra lo que quiera, y entonces todo lo que le proyecta
él mismo!
Cierto, en este modo el espectador no se confrontará
jamás con nada
verdaderamente nuevo y tendrá la confortante certeza de
poder siempre quedarse
así como es. Y esto es exactamente el rechazo narcisista de
entrar en una
verdadera relación objetual con un mundo distinto a
él.
Esta actitud de conferir shocks
esenciales, de meter en crisis al individuo en vez de confortarlo y
confirmarlo
en su modo de existencia está visiblemente ausente en los
productos de la
industria del entretenimiento, que miran hacia la experiencia y el
evento.
Quien quiere vender indaga las necesidades de los compradores y su
búsqueda de
una satisfacción inmediata, confirmando la alta
opinión que tienen de sí mismos
más que frustrándolos con obras no inmediatamente
“legibles”. Desde aquel punto
de vista, no existe hoy en día casi ninguna diferencia entre
un arte “alto” o
“culto” y un arte “de masa”.
Las obras del pasado vienen incorporadas en la
máquina cultural, por ejemplo a través de
exposiciones espectaculares, labores
de restauración que deben volver las obras disfrutables para
todo espectador
(por ejemplo, reavivando excesivamente los colores), o a
través de versiones
masacradas de los clásicos literarios o musicales para
“acercarlos” al público.
O mezclándolos con expresiones del presente que erradican
toda especificidad
histórica, como en el caso de la tristemente famosa
pirámide en el patio del
Louvre de París. El aguijón que las obras del
pasado pudieran todavía poseer,
aunque fuese sólo a causa de su distancia temporal, se
neutraliza a través de
su espectacularización y comercialización.
No hay nada más fastidioso que
los
museos
que se vuelven “pedagógicos” y buscan
“acercar” a la “gente
común” a la
“cultura” con una sarta de explicaciones en las
paredes y a través de los
auriculares que prescriben a cada uno exactamente qué es lo
que debe sentir
frente a la obra, proyecciones de video, juegos interactivos, museum
shops, playeras... Se afirma que
de este modo la cultura y la historia se vuelven aprovechables
también para los
estratos no-burgueses (como si los burgueses de hoy fueran cultos). En
verdad,
justo esta aproximación user-friendly
me
parece el máximo de la arrogancia hacia los estratos
populares, de los cuales
se supone que sean por definición insensibles a la cultura y
que la aprecien
sólo si viene presentada en el modo más
frívolo e infantil posible. Desaparece
así también la atmósfera placentera de
los museos un poco polvosos que hubo
alguna vez; placentera porque parecía que se entraba en un
mundo aparte, donde
se podía descansar del torbellino que nos circunda siempre,
en parte porque
estos museos eran poco frecuentados. Ahora, mientras “mejor
gestionado” esté un
museo y más atraiga al público, más se
asemeja a una cruza entre una estación
del metro en hora pico y una sala de informática. En este
punto, ¿para qué
asistir aún? Tanto vale observar las mismas obras en un CD,
porque del “aura”
de la obra original no ha quedado, de cualquier modo, nada. Ha sido
otro modo
perverso de unir el arte a la vida, de borrar su diferencia y de
eliminar toda
idea de que pueda existir algo diferente a la plana realidad global que
nos
rodea. El viejo museo, con todo y sus defectos, podía ser el
espacio apropiado
para la aparición de alguna cosa verdaderamente inaudita
para el espectador,
precisamente porque era tan diferente de lo que se vivía
habitualmente. Hoy,
los grupos de escolares que son conducidos a través de las
salas de exposición
reciben más que otra cosa una eficaz vacuna preventiva
contra todo riesgo de
poder captar un mensaje esencial de parte del arte o la historia, o al
menos de
ir a descubrirlos por cuenta propia...
La cultura llamada
“contemporánea”, o sea
producida hoy, participa generalmente del mismo modo regresivo. Los
artistas
mismos han traicionado el deber del arte. Se lo ve en la eterna
repetición del
gesto de Marcel Duchamp en el arte contemporáneo desde hace
cuarenta años. El
urinario expuesto en 1917 como “fuente” era una
provocación, la cual obtuvo en
seguida un certificado de nobleza para exponer cualquier objeto como
obra de
arte, eliminando así toda idea de una obra excelente o de un
“sublime”. Este
arte es, de igual manera, poco capaz de cuanto lo son los productos de
la industria
del
entretenimiento. Mientras las vanguardias llamadas
“clásicas” de la primera
mitad del siglo XX sabían decir lo esencial sobre su
época histórica, el arte
de hoy difícilmente logra evitar dar la impresión
de su propia insignificancia.
Se puede también rechazar la idea de una “muerte
del arte” general (yo ya me
ocupé de ello en otra parte), pero resulta de cualquier modo
difícil encontrar
un arte contemporáneo a la altura de sus predecesores.
Éste participa en la
desrealización general, como la industria del
entretenimiento, y se ha
convertido en una subespecie del diseño y la publicidad.
Éste merece así su
comercialización. El arte contemporáneo se ha
arrojado a los brazos de la
industria cultural y pide humildemente ser admitido en su mesa. Esto es
un
resultado, tardío e imprevisto, de aquel alargamiento de la
esfera del arte y
de aquella estetización de la vida que se comenzaron hace un
siglo por los
artistas mismos, como justamente Duchamp. Parece entonces que ya no
existiesen
muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos
críticos. Existen
sólo clientes. Entonces hace poca diferencia cómo
se gestionen los museos. Se
afirma que los museos deben de adecuarse a la necesidad de
“generar público”,
so pena de desaparecer. Pero el resultado es el mismo. Un arte que
sirve sólo
para crear clientes satisfechos no es ya en cualquier caso un arte
digno de
este nombre.
Se necesitaría al menos
admitir
una
diferencia cualitativa, de peso, entre los productos de la industria
del
entretenimiento y una posible “cultura verdadera”
para poder evocar para esta
última un trato aparte. Se necesita admitir entonces la
posibilidad de un
juicio cualitativo y no puramente relativo y subjetivo. Existe una gran
diferencia entre querer establecer parámetros de juicio,
sabiendo que no
descienden del cielo, sino que deben ser sujetos a la
discusión y al cambio, de
un lado, y negar, del otro, a priori la posibilidad misma de establecer
parámetros, de modo que todo es igual a todo. Si todo es
equivalente, nada más
vale la pena. Son estas equivalencias, y la indiferencia que les sigue,
las que
se extienden como sudario sobre la vida dominada por el mercado y la
mercancía.
Éstas minan desde la base la capacidad de los humanos de
hacer frente a las
amenazas omnipresentes de barbarización. Los
desafíos que nos esperan en los
tiempos próximos necesitan ser afrontados por personas en
plena posesión de sus
facultades humanas, no por adultos que permanecen niños en
el peor sentido de
la palabra. Será curioso ver qué lugar
tendrán el arte y las instituciones
culturales en este cambio de época.
* Jappe A. Il
gatto, il topo, la cultura e l’economía.
Traducido al español por Magdaluz Bonilla Atrián.
México 2009